Las personas resurgen a partir de encuentros que transforman su vida

Por: Ramón Díaz Olguín

Consideraciones antropológicas de la propuesta educativa de Luigi Giussani

He querido introducir mi presentación de esta tarde con esta pieza de Wolfgang Amadeus Mozart  —la Sinfonía concertante para violín y viola, Kv 364—  no sólo porque es una de las composiciones musicales más bellas que he escuchado en mi vida, sino también porque continuamente me recuerda uno de los acontecimientos más significativos que me ha sido dado testificar en primera persona.

A través de este acontecimiento puede entender, por ejemplo, qué es una “persona”, cuál es la consistencia de lo que llamamos “yo”, qué rasgos delinean el “rostro” de cada hombre, cómo se convierte éste en un “sujeto” creador de pueblo y de cultura y, por lo mismo, cuáles son los pasos más adecuados que debemos dar para comenzar un camino educativo que esté en conformidad con todo esto, es decir, de dónde tenemos que partir para que una persona llegue a la plena posesión de sí misma y pueda introducirse creativamente a la realidad que se ha confiado a sus manos, pues en última instancia, en eso consiste la educación. Los tiempos en los que nos encontramos nos reclaman una atención detallada a estas cuestiones.

Antes de empezar, debo confesar que las ideas que voy a compartir con ustedes esta tarde no son mías; las aprendí de un pensador italiano que tuve la oportunidad de conocer hace veinticinco años: a través de sus libros, ciertamente; pero sobre todo, del encuentro personal que tuve con él, de la forma como miraba la consistencia de la vida y abrazaba a las personas hasta el fondo de sí mismas. Me refiero al sacerdote Luigi Giussani, fundador de un de los movimientos laicales más imponentes de los últimos años dentro de la Iglesia, quien falleció hace doce años  —después de una vida tan rica como profunda—  en la ciudad de Milán, a la edad de 83 años. Casi no hay palabra, enunciado, imagen, juicio en mi presentación que yo no haya tomado de libros o aprendido de sus labios. Mi única originalidad fue haberlas vertebrado a través de una experiencia que voy a contarles a continuación.

 

I

Hace algunos años tuve la oportunidad de comprar una casa. Como toda vivienda nueva, estaba necesitada aun de muchas cosas; aquellas que pueden hacer de un espacio  —aunque sea pequeño—  un lugar adecuado para vivir. Cierto sábado, había pensado visitar los centros comerciales para comprar algunas de esas cosas: pintura para la herrería, topes para las puertas, lámparas para las habitaciones, cortineros para las ventanas, repisas para las duchas.

Lo que más me interesaba ese día eran unos aparatos que se fijan en la parte inferior de las puertas para impedir el paso del polvo y la entrada de los insectos que, por aquel entonces, había en abundancia, porque el lugar era nuevo y estaba un poco descuidado por la falta de habitantes. (Como tengo una buena biblioteca, no quería que el polvo  —y mucho menos los insectos—  comenzaran a dañar los libros que con tanto cariño y algunos esfuerzos he reunido a través de los años desde varias partes del mundo).

Mientras terminaba de alistarme para salir de casa, un hombre que pasaba por ahí, atraído por esta composición musical que desde hacía rato sonaba en mi aparato de sonido, se acercó a mi domicilio para ofrecerme algunos de sus productos acompañados de sus servicios, aprovechando que la puerta de la casa estaba abierta y que de alguna manera lo invitaba a entrar o por lo menos a asomarse (dejar abierta la puerta de la casa es una buena costumbre que aprendí en mi infancia al lado de mi madre, que era una maestra consumada de la hospitalidad y la confianza).

Después de un rápido intercambio de palabras para conocer los productos ofrecidos y fijar los costos de los servicios, contraté a aquel hombre por el resto de la jornada, pues tenía lo que yo necesitaba y sus honorarios eran convenientes. Después de nuestro breve diálogo, yo me empeñé enseguida en otras cosas; por su parte, aquel hombre puso manos a la obra con gran dedicación, pero con cierto ensimismamiento: de su roído maletín extrajo diversos materiales y herramientas de todo tipo; pero, sobre todo, sacó un enorme cable y un potente taladro conectado a él, ya que debía hacer algunas perforaciones.

Una cosa que me llamó la atención cuando pasé casualmente por el lugar donde se encontraba es que tenía conectado el aparato a la corriente eléctrica, pero lo mantenía apagado entre sus manos desde hacía un buen rato. Cuando le pregunté el motivo de escena tan curiosa, me dijo pensativo, con acento grave: “¿Sabe? Yo soy un hombre humilde, no tengo educación. Estoy acostumbrado a escuchar todos los días la Tropical Caliente cuando hago algún trabajo, pues no conozco otro tipo de música. Pero no quise encender el taladro para hacer perforaciones porque es imposible negar que la música que está escuchando es demasiado hermosa y me da pena interrumpirla con el ruido que hace este aparato”.

Debo confesar que las palabras de aquel hombre me dejaron de una pieza. En muy pocas frases me dijo lo que yo en un curso de Estética en la Universidad no acierto a decir con precisión a mis alumnos: que la belleza existe verdaderamente en el mundo, que se trata de un dato por completo objetivo, que puede ser conocida de alguna manera por nuestro espíritu y que exige de nosotros una serie de actitudes peculiares  —como admiración y reverencia, asombro y gratitud—  después de que nos hemos dejado tocar emocionalmente con su presencia, en conformidad con su grandeza, profundidad, riqueza y originalidad.

Pero, más allá de la simplicidad de este suceso y la espontánea ingenuidad de este hombre, me impactó más bien el descubrimiento de otra cosa, de gran profundidad y de alcance universal, y que constituye en centro de atención de estas reflexiones antropológicas: el significado de aquello que llamamos “yo”.

Como repito con frecuencia a los alumnos de la Universidad que toman conmigo clases de Filosofía del Hombre, el “yo” puede considerarse como la conciencia de toda la realidad; es decir, como ese “punto” donde todas las cosas llegan a la percepción de su valor, se vuelven urgencia de significado, expresan su necesidad de sentido: el sol, la luna, el cielo, las estrellas, la tierra, los mares, los ríos, los lagos, las montañas, los campos, los desiertos, las selvas, los bosques, los árboles, las flores, los arbustos, los distintos animales, el arte en general (la pintura, la música, la escultura, la danza, la literatura, el cine, la poesía), las ciencias en su conjunto (la matemática, la física, la química, la filosofía) y, en otro sentido, los aspectos más oscuros y terribles de la vida (el dolor, la enfermedad, el sufrimiento, la muerte, perder el trabajo, separarse de la esposa, ser abandonado por los hijos, hallarse prisionero, encontrarse en medio de una guerra, estar atrapados por el alcohol o por las drogas) o, por lo menos, más rutinarios y comunes (preparar una clase, contestar correos electrónicos, hacer anotaciones bibliográficas, atender a los hijos pequeños, barrer la casa, lavar la vajilla, tender las camas, sacar la basura, limpiar los zapatos, acomodar la ropa, elaborar la comida, cortar el césped, pasear al perro) porque, después de todo, la dinámica de relación con cuanto he mencionado es la misma, aunque las cosas sean tan distintas.

Pero, por esta misma razón, ahí donde falta esta “conciencia”, las cosas se oscurecen; donde no existe este “punto”, el mundo se disgrega; en una palabra, donde el “yo” no está presente, la realidad desaparece o se torna insignificante. Mas no porque el mundo “tenga sentido” a partir del hombre o porque el hombre “deba dar” un valor a cada cosa que se encuentra por la vida  —esto está muy lejos de las auténticas experiencias humanas, que no son propiamente “creativas” o “donativas”, sino receptivas—  sino porque su ser es el “lugar” donde el significado de la realidad entera emerge, se hace transparente, alcanza su más alto grado de manifestación y de evidencia.

Aquel día, la música de Mozart, que surcaba el espacio de aquel conjunto habitacional aun vacío de habitantes, pudo resonar con toda la potencia de su belleza estética únicamente porque en medio de tanta soledad había un hombre que estaba allí con una conciencia despierta, un espíritu en vigilia, un “yo” presente en medio de todas las cosas. Sólo por este hombre, viviendas aun en construcción, jardines apenas en desarrollo, accesorios todavía por instalarse no eran solamente un montón de piedras y ladrillos, una mezcolanza de materiales muy diversos, una acumulación de escombros y desechos, sino “promesas” de morada humana; pero sin este hombre  —aun hallándose como en el estado actual, ya en plenitud, con viviendas bien establecidas y jardines bien conformados—  todo aquello no hubiera sido más que un triste cementerio.

La postura de aquel hombre, su forma particular de salir al encuentro de las cosas, de ponerse en juego frente a la realidad  —representada en ese momento por la música de Mozart—  me ha parecido una de las más “justas” que haya podido mirar en mi vida: para la pieza musical que allí sonaba, ciertamente, pero sobre todo respecto de sí mismo, pues con gran sencillez había descubierto que aquella música “correspondía” más a su condición de hombre que perforar una puerta o instalar cuatro tornillos.

Por esa razón, no tuve empacho alguno en proponerle escuchar otra vez la pieza entera, desde el primer movimiento, pero ahora juntos, sentados uno al lado del otro en el suelo desnudo de mi casa todavía sin muebles, porque las cosas, cuando son verdaderamente grandes y significativas, rebosantes de sentido, en lugar de separar la existencia de los hombres, permiten más bien que éstos se encuentren y se reconozcan como tales, pues no son en absoluto distintos. Los “gustos” separan a los hombres e incluso los ponen en conflicto; las cosas bellas, buenas o verdaderas, en cambio, allanan las diferencias y acortan las distancias; permiten el entendimiento mutuo.

Las cosas del mundo necesitan la conciencia del hombre para poder aparecer en el horizonte de la existencia en lo que verdaderamente “son”, porque ella es el “lugar” de la manifestación del ser, del acontecimiento de su presencia: bondad y belleza, verdad y orden. Pero para ello las cosas necesitan que el hombre sea plenamente un “yo”; es decir, que sea, en primera instancia, conciencia de sí mismo. ¿Pero cómo? Volviéndose también conciencia de su propio “significado”, pregunta acerca de su propio “destino”.[1]

En efecto, hay un momento del tiempo en la vida de cada uno de nosotros en que ninguno existía, en que nuestro ser no era parte de la trama del mundo; como igualmente lo habrá en el que ya no estaremos más en él. Por esa razón, en este instante, en esta pequeña fracción del tiempo que nos ha sido dado vivir y que llamamos presente  —donde el pasado y el futuro de nuestras vidas se conjuntan—  la pregunta que más debe sobrecogernos y llenarnos de admiración es esta: “Y yo ¿qué soy?”.

¡Qué pregunta tan impresionante! Su acento resuena a nuestros oídos cargado de siglos y de sabiduría. Se escucha, por ejemplo, en el Salmo 8 de la Biblia, la Antígona de Sófocles, las Confesiones de san Agustín, el Canto nocturno de un pastor errante de Asia de Giacomo Leopardi, El taller del Orfebre de Karol Wojtyla, el Divino impaciente de José María Pemán, el Miguel Mañara de Oskar Milosz, el poema Hermandad de Octavio Paz y, en general, en todas las grandes obras del espíritu humano  —nuevas y antiguas—  porque es la raíz de toda nuestra cultura.

Esta pregunta no es en absoluto abstracta; tampoco inútil y, mucho menos, obvia. No es el resultado de una mente ociosa que, de buenas a primeras se pone “filosófica”, tal vez por depresión o por cansancio. Mucho menos es el reflejo de una determinada educación o la expresión de una forma de cultura. Antes bien, es la manifestación de lo que es más central y constitutivo de cada ser humano, de aquello de donde brota originariamente su impronta personal, su “rostro” de hombre y de donde procede todo el peso y la dignidad de su existencia propia; aquello que, usando una imagen recurrente en la Biblia, se llama “corazón” y que es igual en todos los hombres.

El “corazón” —como me ha enseñado Luigi Giussani a través de sus escritos—  es el mismo “yo” del hombre, pero en cuanto exigencia de felicidad y, por lo tanto, de verdad, de bondad, de justicia, de belleza, de orden, de sentido,[2] porque no hay felicidad auténtica que no implique todos estos reclamos juntos.[3] En última instancia, el corazón humano es exigencia de “infinito” y, por ello, también de “eternidad”.[4]

Como dice una canción italiana que me gusta mucho repetir en clase a mis alumnos:

 

Povera voce

 

Povera voce di un uomo che non c’è

La nostra voce, se non ha più un perché.

Deve gridare, deve implorare

Che il respiro della vita non abbia fine.

 

Poi deve cantare, perché la vita c’è,

tutta la vita chiede l’eternità.

Non può morire, non può finire

la nostra voce che la vita chiede all’Amore.

 

Non è povera voce di un uomo che non c’è,

la nostra voce canta con un perché.[5]

 

Adriana Mascagni

 

Si pudiéramos someter al hombre a un análisis científico-objetivo, semejante al que realizan disciplinas como la física o la química, veríamos sin mucha sorpresa que éste no es más que un trozo de materia, compuesto de las mismas sustancias elementales que hay en el universo, regido con las mismas leyes que ponen en orden el conjunto de la naturaleza. Si este análisis, en cambio, fuese empírico-experimental como los que llevan a cabo ciencias como la biología o la psicología, encontraríamos que el hombre no es otra cosa que un complejo de estructuras y funciones, dinamismos de impulsos y reacciones, que se comportan de acuerdo a principios teleológicos bien precisos, aunque desconocidos todavía para nosotros.

Todo esto es cierto, hasta donde permiten saberlo el estado actual de nuestros descubrimientos. Pero, además de esto, el hombre es un ser que pide lo infinito, reclama permanencia, busca la felicidad. Esto es así porque, además de carne y huesos, aire y sangre, órganos y miembros, músculos y nervios es un “corazón” que tiene exigencias bien precisas; inextirpables, incancelables, impostergables. La estatura ontológica del hombre está definida por ese punto rojo  —vibrante, inquieto, vivo—  que se llama “corazón” y que evidencia el destino humano, como estupendamente lo representa Henri Matisse en su obra “Ícaro”. Esto es lo que salva al hombre de volverse una mera cosa material que se corrompe con el tiempo, un simple organismo vivo que lo que más aspira es a reproducirse en otro ser idéntico a sí mismo.

Aquel día, a la puerta de mi casa, mientras sostenía silencioso su taladro apagado entre las manos, aquel hombre me enseñó a ver la razón por la cual alguien puede ser amado hasta el martirio, comprendido en un clima de respeto, educado hasta su maduración total, cuidado en una enfermedad penosa o sostenido en la necesidad ingente, cuando escuchaba  —todo oídos, sumamente atento—  el diálogo rítmico entre el violín y la viola de esta Sinfonía. Es decir, cuando me mostró su “corazón” de hombre que, dicho sea de paso, en nada es diferente al mío, pues estamos hechos de la misma sustancia.

 

[Carta de Aldo]

La última imagen que se halla en mi memoria de aquel encuentro es la de este hombre realizando su trabajo. Si el trabajo, por insignificante que sea, es por naturaleza una pesada y monótona transformación del mundo, cuyo proceso se repite sin fin con el transcurso de los días, sin la presencia de una realidad capaz de llevar al yo hasta la conciencia de sí mismo, de su propio destino y significado, entonces, además de mera manipulación de cosas  —mecánica y rutinaria—  sería también una actividad “inhumana”. Pero si “el trabajo es para el resurgir del hombre”  —como decía el poeta polaco Cyprian Kamil Norwid—  el encuentro con una cosa bella, en cambio, podría ayudar para “entusiasmar al hombre al trabajo”.[6]

 

Además de una “cosa útil”, aquel día ambos levantamos con nuestro pequeño esfuerzo una “obra de arte”, esto es, introdujimos el “reflejo de lo eterno” de nuestro corazón humano en el horizonte material del mundo. Cosa muy curiosa: esto ocurrió mientras él hacía orificios y ponía taquetes, recortaba plástico o ajustaba tornillos, y en cambio yo le servía de ayudante facilitándole las herramientas o sosteniéndole los materiales que estaba instalando. De cara al infinito misterio de nuestro destino, de la eterna plenitud que nos define como hombres, ninguna cosa es “pequeña”, ninguna acción es “irrelevante”, ningún gesto carece de “valor” pues, desde estas dimensiones, nada está condenado a desaparecer o evaporarse, sino a ser y a perdurar en el horizonte de la existencia. También entre las ollas y las cazuelas puede encontrarse el cumplimiento de la vida, como jocosamente decía Teresa de Jesús a las monjas que sólo querían dedicarse a cosas “serias”.

II

Esto es  —creo yo—  en líneas generales, la “imagen” integral del hombre, el “rostro” que se delinea de éste cuando se está atento a los datos de la experiencia, cuando se la mira limpiamente sin prejuicios. Pero si ahora volvemos la cabeza y miramos a la realidad que nos envuelve ¿qué veremos?, ¿con qué nos encontramos? Algo muy distinto a cuanto hemos bosquejado.

En el mundo que nos ha sido dado vivir, dentro de las circunstancias en las que nos movemos todos los días, a través de la trama de relaciones humanas en la que nos hallamos insertos, el dato más evidente que lo define todo es lo que llamamos  —con una fórmula sencilla, pero no carente de implicaciones—  ausencia del “yo”.[7]

Esta fórmula no alude propiamente a la “falta” de hombres en el mundo, pues en éste existen más de siete mil millones de individuos, repartidos de manera desigual entre sus cinco continentes. Hace referencia, más bien, a que los hombres dejan de ponerse en juego  —en el horizonte de toda la existencia—  desde la tensión particular que producen en su ser las exigencias elementales de su humanidad; es decir, que los deseos de felicidad, de justicia, de verdad, de bien y de belleza que caracterizan el “corazón” de todos ellos dejan de ser la fuente última de juicio, de afecto y de acción tanto de su inteligencia y afectividad como de su libertad; en última instancia, que el modo de habitar el mundo, la forma de vivir las circunstancias cotidianas y la manera de entablar las relaciones con los semejantes más elementales dejan de tener las dimensiones de eternidad e infinitud de antes para diluirse irremediablemente en una multitud de instantes fugaces que sólo ostentan el sello de lo finito y limitado.

Cuando un hombre pone como último horizonte de su existencia en el mundo la consecución del “éxito” o del “poder” en el trabajo o los estudios, cuando discrimina unas circunstancias respecto de otras sólo por el nivel de “vibración emocional” que experimenta, el “agrado placentero” que excita sus sentidos o sencillamente porque no quiere “dejar pasar la ocasión” de vivirla, cuando entabla relaciones con sus semejantes movido ya sea por la “conveniencia” del momento, el “activismo” estéril que llena su vacío o la inmensa “soledad” que lo aniquila, resulta evidente que no hace todo esto desde el núcleo original que constituye su persona; que no juzga, ni siente, ni decide desde las exigencias más íntimas de su humanidad, sino desde “algo” que lentamente se ha apoderado de su conciencia y orienta todos sus juicios, sentimientos y acciones en otra dirección. En una palabra, que le ha “usurpado” el corazón.

En este sentido, se vuelve más sencillo “medir” la realidad en la que se vive desde cualquier otro criterio que se asimila “sabe Dios de dónde”  —el ambiente en el que estamos, la mentalidad que nos rodea—  que desde el propio corazón, sencillamente porque estas exigencias fundamentales se consideran simples “sentimientos” o vagos “ideales”, cosas de jóvenes “inmaduros” que nada conocen de la vida, mientras que el deseo inapagable que mueve continuamente hacia las cosas bellas, buenas y verdaderas se confunde con la “avidez de poseer” o con la “instintividad” reactiva, que nada tienen de humano y mucho, sí, de irracional y subjetivo. En el fondo, no creemos en nuestra propia humanidad como medida objetiva para afrontar la vida.

Ahora bien, aunque en el mundo no se llegase a constatar esta dramática ausencia del “yo”  —tal como la hemos precisado apenas—  es un hecho que su presencia en él está marcada muchas veces por una terrible “fragilidad” que le impide, a la larga, construir una vida sólida y significativa.

Las cosas que ofrece la vida, las personas que pueblan el mundo pero, sobre todo, los acontecimientos que se presentan en la existencia, solicitan a cada hombre una toma de posición determinada, reclaman de éstos la puesta en marcha de acciones específicas; en una palabra, exigen su “yo” de una manera activa y comprometida. Pero este yo es tan “frágil” que no puede asumir postura alguna frente nada, y las pocas que llega a asumir se mueren poco después de las primeras adversidades.

Por ejemplo, que en una parte del mundo haya habido una desgracia (el impacto de dos autos en la calle, el asalto a un transeúnte en un parque, la caída de un rayo en una casa, la inundación de un conjunto de colonias) o, por el contrario, haya tenido lugar un hecho relevante (como el matrimonio de un amigo, el nacimiento de los propios hijos, la incipiente amistad con otra persona, poder cursar estudios universitarios) son vividos generalmente por los hombres de manera “real”, pero no plena. No pasan desapercibidos ante su vista, su importancia no les es inaccesible, pero en su interior hay “algo” que los detiene siempre para situarse ante estos hechos de manera justa, o adecuada, o comprometida; “algo” que los vuelve incapaces de construir con ellos un destino o al menos una historia rica en contenido.

Es como si alguna misteriosa onda radiactiva hubiese investido de pronto a todos los hombres de manera subrepticia pero, en lugar de afectar las operaciones vitales de cada uno (como la circulación de la sangre, el crecimiento del cuerpo, la regeneración de la carne, el sistema respiratorio, la reproducción en otros individuos) hubiese “inutilizado” o, al menos, “atrofiado” severamente la capacidad de todos ellos de dar “respuestas adecuadas” a las circunstancias de la vida, de “ponerse delante” de los hechos significativos de la vida de manera frontal y absoluta.[8]

Al principio, la vida de cada hombre parece “normal” en todos sus aspectos: se va al trabajo todos los días, se prodiga amor a las personas queridas, se estudian doctrinas importantes en la escuela, se legisla en los ámbitos políticos correspondientes, se hacen obras de caridad a quienes más lo necesitan, se sanciona con rigor a las personas que alteran el orden social, se procura el cuidado del planeta de múltiples maneras, se protesta duramente contra las injusticias o sencillamente se aplauden las cosas buenas que ocurren en el mundo; pero cada día que pasa, cada hecho que sucede, cada circunstancia que reclama al hombre va siendo paulatinamente más difícil de asimilar, más pesada de vivir, más dramática de responder. Afrontar los hechos significativos de la vida  —positivos o negativos—  se torna una tarea que implica cada vez más tiempo, más derroche de energías, más circunstancias secundarias como soporte, más trabajo de auto-convencimiento para cada hombre.

III

Si nos preguntamos ahora por las consecuencias que se desprenden tanto de la ausencia del “yo” como de la fragilidad del “yo” en la realidad  —y que hemos descrito a grandes rasgos—  nos encontraremos con un panorama ciertamente oscuro y terrible, pero también familiar, porque se trata de la situación en la que, por desgracia, vivimos actualmente. Sin pretender ser exhaustivo, voy a enunciar sucintamente las que considero relevantes y que en la experiencia del trabajo universitario he tenido oportunidad de ver innúmeras veces, si bien estoy plenamente consciente que es una cuestión que atañe a la vida entera y no tan sólo al mundo de las clases.

La primera de ellas tiene que ver con la naturaleza de la inteligencia, esto es, con la dinámica de nuestro conocimiento. Si el conocimiento no es otra cosa que la conciencia del ser, el reconocimiento de su presencia, esta primera consecuencia se manifiesta, entonces, como una incapacidad del hombre para alcanzar esta conciencia, conseguir este reconocimiento. A nosotros ya nada se nos presenta como “evidente”, como “verdadero”; en lugar del “ser”, nos hemos llenado tan sólo de “apariencias”. Y como las apariencias son incapaces de engendrar en nosotros una “certeza”, la vivencia que más domina dentro de nosotros es la “duda”. Nos hemos convertido en hombres cuyo juicio sobre la realidad es “parecer” y su respuesta habitual a lo conocido es “desconfianza”.

La segunda consecuencia sigue inmediatamente a la primera. Como la dinámica del conocimiento está estrechamente ligada a la dinámica de la afectividad  —pues no hay un verdadero conocer que no implique, en el fondo, una “conmoción” humana por lo conocido[9]—  de la incapacidad de reconocimiento de la presencia de las cosas se origina en el hombre posteriormente la falta de sentimientos de “admiración” y “asombro” por la existencia de éstas. El “entusiasmo” que antes dominaba la vida de los hombres por el milagro de las cosas  —esencial para alcanzar, entre otras cosas, la vivencia estética y la experiencia religiosa—  se ha transformado ahora en la indiferencia afectiva que produce la “rutina” y la “costumbre”. Así, mientras el mundo se ha vuelto a nuestros ojos “monótono” y “sombrío”, nosotros nos hemos vuelto para éste “melancólicos” y “tristes” o demasiado “sentimentales”.

Esto último es importante, porque también tiende a afectar la dinámica de la libertad humana. Sin la reverberación afectiva que sacude profundamente el corazón del hombre  —que nace, como hemos dicho, de la existencia de las cosas, del reconocimiento inteligente de su presencia—  la libertad deja de ser decidida determinación al bien como “respuesta agradecida” a la infinita gratuidad del ser, al valor de su existencia; en lugar de la amorosa adhesión a la presencia de la realidad que determina un modo de comportamiento, la libertad se torna puro “arbitrio” ante las cosas, ya que a su actuar cotidiano le faltan muchas veces motivos adecuados; es decir, procede de forma caprichosa. Pero además de arbitraria, la libertad también se vuelve “frágil”, porque la decidida determinación al bien como capacidad de coherencia dentro del tiempo no nace ni del rigorismo de las “normas” que se dictan desde fuera (moralismo fariseo) como tampoco del “empeño voluntario” que proviene desde dentro (voluntarismo pelagiano): es afectiva.

Estas consecuencias tienden a manifestarse claramente tanto en la esfera de la cultura como en la esfera de las relaciones personales.

La palabra “cultura” expresa la configuración que asume la realidad en su conjunto a través de la actividad humana. En la cultura, el mundo de las cosas y el mundo de los hombres alcanzan la plenitud de la existencia: al tiempo que se construye una morada humana a través de la multiplicación de obras objetivas, mediante ella se delinea a su vez la “imagen total” del destino de los hombres. Gracias a la cultura, la actividad humana de la que brota objetivamente alcanza el rango de auténtico “trabajo”.

Para que haya cultura, sin embargo, es necesario que el hombre se convierta en “sujeto”; esto es, fuente de acciones significativas a partir de la conciencia de sí mismo, pues únicamente un yo hecho sujeto es capaz de “crear” una nueva realidad y no sólo “transformarla”.[10] De hecho, las dinámicas del conocimiento, de la afectividad y de la libertad que hemos mencionado antes, existen propiamente para esto.

Por esta razón, un hombre que no conoce la verdad, que no vibra ante la presencia de lo bello y no experimenta el reclamo de lo bueno es incapaz de generar cultura; no porque esté impedido para realizar acciones o producir objetos, sino porque unas y otros surgen de él sin un “contenido”, sin el reflejo de lo eterno que caracteriza su condición humana. Ha sido la Revolución Industrial la que nos ha enseñado lo que es el homo faber: el drama de un hombre que no crea obras, sino hace “productos”; que no trabaja, sino “transforma”.

La palabra “tú” es una de las más imponentes de nuestra experiencia. Significa, por un lado, que frente a mí hay un ser semejante a mí, cuya consistencia es como la mía, que se presenta en el mundo con la misma identidad que tengo yo. Por el otro, significa que es distinto de mí, que no es una extensión de mi ser, tampoco mi doble y mucho menos una sombra de mi propio ser; sencillamente es “otro”, con un destino propio. Se llama “tú”, porque puedo abrirme a su ser a través de las palabras, dirigirme a su ser mediante mis gestos, hacerlo el centro de mis actos más propios; cuando obtengo su respuesta, se crea entre los dos una nueva realidad que apenas puede indicarse adecuadamente con el término “nosotros”.

La aparición del “tú” en mi campo de experiencia es todo un acontecimiento. Por un lado, es esperada, porque la prefigura mi condición ontológica como “yo”; por el otro, es sorpresiva, pues nada en mi ser puede anticipar su presencia y la forma de manifestación de su presencia. Por eso, cuando tiene lugar el encuentro entre ambos, el primer movimiento de mi humanidad es el “asombro”, y el movimiento que inmediatamente le sucede es el de “gratitud”. El primero es el reflejo interior ante su “novedad” o, mejor dicho, a su “originalidad”; el segundo es la respuesta personal a su “gratuidad”, esto es, a su inexplicable “donación”. En virtud de lo primero, el “tú” se me presenta como una realidad “admirable”; en razón de lo segundo, el “tú” se muestra como una entidad “amable”.

Por desgracia, la realidad del “tú” se disuelve cuando se evapora la realidad del “yo”. Es un hecho que nos cuesta mucho trabajo decir “tú” a los hombres que nos encontramos por la vida, incluso con aquellos que tienen una relación inmediata con nosotros  —como los amigos, los hijos o el cónyuge—  porque nos hemos vuelto extraños a nosotros mismos; desconocemos tanto la fisonomía como la dinámica de nuestro “yo”. No sabemos mirar a los “otros” desde la perspectiva de su destino  —la única forma justa de situarse ante la altura de su dignidad—  porque tampoco solemos ya mirarnos desde las exigencias de eternidad y de infinito que nos dan forma y nos dinamizan. Esto se nota con toda claridad en la índole de nuestras relaciones con los “otros”: normalmente están movidas por pretensiones de posesión o al menos de uso, las más de las veces disfrazadas por comportamientos sentimentales, que no excluyen a la larga la incomprensión y la violencia, la desconfianza y el miedo.

IV

Puesto que el problema de nuestra cultura moderna proviene de la “ausencia” del yo en la realidad  —o, al menos, de la dramática constatación de su “fragilidad”—  la pregunta que ahora nos ocupa es esta: ¿cómo recupera el hombre la conciencia de sí mismo, de su dignidad y su valor? ¿Cómo recobra las dinámicas fundamentales de su humanidad que le permitan ser de nuevo protagonista verdadero sobre la realidad, sujeto creador de pueblo y de cultura? En una palabra: ¿cuál es el camino adecuado para el “resurgir” del yo? Con estas preguntas entramos a la última parte de estas reflexiones.

Una primera respuesta a esta pregunta la he presentado ya en el relato que compartí al comienzo de este presentación: el hombre “despierta” a la conciencia de sí mismo a través del impacto que la realidad suscita en su corazón.[11] En efecto, el carácter de verdad, bondad, orden, belleza que ostentan las cosas como poderoso mensaje que proviene del misterio del ser incita en el hombre, de muchas maneras, una “nostalgia” de que la vida se cumpla, de que el destino se alcance, de que todo tenga un sentido.[12]

Pero quisiera concentrarme ahora en otra respuesta, incluso más importante que la anterior, porque corresponde aun más con nuestra condición de hombres, pues nos descubre ante la mirada un camino preciso y la posibilidad de un destino compartido.

Dice Luigi Giussani que el yo de cada hombre “resurge” a partir del encuentro vivo con una presencia;[13] esto es, en la confrontación con una realidad humana donde la pasión por el descubrimiento del propio rostro se despierta continuamente;[14] en general, en una compañía de hombres donde la certeza por el propio destino se torna, de súbito, evidente.[15] En pocas palabras: el yo “resurge” a través de una presencia que corresponde admirablemente a la estructura de exigencia que posee la vida.[16]

Esta presencia se caracteriza, ante todo, porque abarca la vida entera del hombre sobre el que se impacta, porque es capaz de tocar hasta las raíces sus exigencias humanas más profundas,[17] a través de gestos de bondad, de simpatía, de compasión, de ternura. Pero, sobre todo, se caracteriza porque porta consigo razones para su esperanza, motivos para su certeza, impulsos para sus acciones, pues en ella se encuentra operante lo que en el hombre se halla en estado de deseo: aquello para lo que se vive.

Después del encuentro con esta presencia, el hombre comienza a experimentar dos consecuencias positivas: por un lado, una urgencia  —no exenta de dramatismo—  de transformación de sí mismo, un apremio por ser otro, una prisa por empezar a dar respuestas adecuadas a la vida; por el otro, una vivencia de alegría, de regocijo  —si bien germinal y todavía vacilante, pero verdadera—  que le permite enfrentarse con seguridad a sus objeciones constantes y límites habituales.[18]

[Carta de Bali Dèsiré]

La cultura en la que actualmente vivimos, a fuerza de un despótico imperio no cuestionado por nadie, ha hecho creer a los hombres que es imposible que su yo resurja  —es decir, se conozca profundamente, en su verdad auténtica, y se transforme a sí mismo, incluso moralmente—  “únicamente” siguiendo a otra persona, “sólo” estando en su compañía.[19] Pero en el fondo, este es un error de perspectiva, y en realidad no corresponde a los hechos más elementales de la vida humana, cuando se los mira sin prejuicios.

 

En anteriores periodos de la historia, por ejemplo, existía para la inmensa mayoría de los hombres la figura de la “autoridad moral”, esto es, rostros concretos como los del profeta, el sabio o el santo, cuyo principal cometido era acompañar los caminos de sus vidas a través del tiempo dentro de un sinfín de circunstancias complejas y difíciles. Con ellos, los hombres aprendían de alguna manera los misterios de la vida, porque la presencia de éstos eran certeza continua y fortaleza constante para el “yo” de cada uno. Por eso eran también generadores de pueblo y de cultura, reconstructores del yo de cada hombre que les era confiado por la vida.

En la actualidad, donde presencias como éstas han comenzado a faltar en el camino de los hombres los enormes vacíos que dejan sus ausencias son llenados, paulatinamente, por un ingente ejército de líderes y de expertos, de profesionales y de trabajadores competentes, que conocen a profundidad múltiples “teorías” sobre la vida humana y que dominan a la perfección diferentes “técnicas” para vivirlas, pero que, en el fondo, son altamente cuestionables en su capacidad de generar humanidad en torno suyo porque no saben mirar al núcleo constitutivo de cada hombre: su “yo”.[20] Tal vez por ello no logran comprometerse con nadie más allá de las jornadas de trabajo y no pueden generar cultura en ninguna parte porque con nadie forman “comunidad” alguna;[21] la amistad que viven con otros semejantes es más bien un epifenómeno de su eficacia que un “fin” en sí misma.[22]

Según Luigi Giussani, éste es el éxito que ha tenido el cristianismo a lo largo de dos mil años de historia: mirar una Presencia. Todas las iniciativas que ha emprendido los cristianos en el mundo y la fecunda eficacia de las mismas, que las ha hecho incluso mantenerse impertérritas a través del tiempo, tienen su fundamento en esto.[23] Sin el encuentro con Cristo, sin este rostro al cual mirar llenos de asombro, sin esta presencia a la cual adherir con plena libertad, los hombres de antaño  —como también los de ahora—  no hubieran podido caminar de forma verdadera en el mundo al encuentro de su destino, ciertos razonablemente de su sentido y cumplimiento. Aquel hombre tenía la capacidad de hacer “resurgir” el yo de cada hombre que se encontraba por el camino.[24]

Dice textualmente:

Los dos primeros que siguieron a Cristo a orillas del río Jordán son los primeros protagonistas […] de una misteriosa reconquista de lo humano: fueron los primeros protagonistas del encuentro con Cristo, con una presencia excepcional en la historia. […] El corazón de los dos pescadores se había topado aquel día con una presencia que correspondía de manera inesperada y evidente al deseo de verdad, de belleza y de justicia que constituía su humanidad sencilla y carente de presunción. Desde entonces, si bien traicionándole y malinterpretándole miles de veces, nunca le iban a abandonar ya, se iban a volver “suyos”.

De pronto, aquella Presencia había introducido en su vida una urgencia de cambio, de cumplimiento de su propia humanidad tan potente que la historia habría de cambiar por su acción y la santidad habría entrado en el mundo como experiencia inimaginada de pureza y fecundidad humana.

El acontecimiento cristiano, en efecto, tiene como inevitable consecuencia, la inauguración de un nuevo tipo de “moralidad”. Ésta florece no por obsequio a reglas  —que, si bien sutilmente, son dictadas en última instancia […] por la mentalidad común y, por lo tanto, del poder que en gran medida la influye—  sino por el reconocimiento de un encuentro excepcional. […] La presencia de Cristo, en efecto, el hecho de ser sus amigos, introduce en la vida una capacidad de tender, mirar y tratar a las personas y a las cosas tomando en cuento todos los factores puestos en juego: con un respeto y una atención a las circunstancias y al destino. En este sentido, la verdadera moralidad consiste […] en una tensión a la apertura consciente a todos los factores implicados en la realidad.[25]

No obstante la belleza de estas palabras, es imposible extenderse sobre ellas en el este contexto, debido ante todo a su profundidad teológica, pero también porque la intención de estas reflexiones no era otra que la de mantenernos estrictamente en el plano del análisis filosófico, y esta nueva dirección en el discurso desbordaría con mucho este objetivo.

* Conferencia impartida en el “Seminario de Filosofía Social: educar para la libertad” del Centro de Investigación Social Avanzada (Cisav), de la ciudad de Querétaro, el 8 de septiembre de 2017.

[1] «La suprema dignidad del hombre se encuentra en la percepción, en el reconocimiento y en la afirmación de la existencia del significado último de la realidad […]». Luigi Giussani, “Incontro all’umano”, en: Un avvenimento di vita, cioè, una storia, p. 226.

[2] Luigi Giussani, Realtà e giovinezza. La sfida, Sei, Torino, 1995; p. 35.

[3] Luigi Giussani, L’uomo e il suo destino. In cammino, Marietti, Genova, 1999; p. 76.

[4] «[…] cuanto más uno es hombre, cuanto más el yo es consciente, impulsivamente amante, tanto más advierte que, sin el Infinito, todo sería sofocante e intolerable. El yo tiene sed de eternidad, el yo es relación con el Infinito, esto es, con una realidad más allá de todo límite». Ídem, p. 12.

[5] «Pobre voz, de un hombre que no existe / nuestra voz, si no tiene un por qué. / Debe gritar, debe implorar / que el aliento de la vida no tenga fin.  // Después, debe cantar, porque la vida existe, / toda la vida pide la eternidad. / No puede morir, no puede acabar / nuestra voz, que la vida pide al Amor.  //  No es pobre voz de un hombre que no existe, / nuestra voz canta con un por qué».

[6] Cf. Promethidion, Diálogo y. Citado por Karol Wojtyla, “El problema del constituirse de la cultura a través de la ‘praxis’ humana” El hombre y su destino, Palabra, Madrid, 1998; p. 196. El verso original de Norwid dice: «Lo bello es tal, para hacer fascinante el trabajo  /  el trabajo, para que se resucite».

[7] Cf. Julián Carrón, “Hæc est generatio quærentium Eum, quærentium faciem Dei Iacob”, aparecido en la revista Tracce. Litteræ communionis, n. 8, settembre 1998; p. II ss.

[8] Cf. Luigi Giussani, “La persona rinasce in un incontro”, en: Un avvenimento di vita, cioè, una storia, Il Sabato, Roma, 1993; pp. 209-210.

[9] «Por eso no se puede conocer si no se conoce con afecto: sin afecto no hay conocimiento, sino proyección de un prejuicio sobre la cosa. Es el asombro que la cosa engendra lo que hace capaz a la inteligencia para aprehenderla (el niño es así)». Luigi Giussani, L’io, il potere, le opere. Contributi da un’esperienza, Marietti, Genova, 2000; p. 78. Al respecto, decía un Padre de la Iglesia griega: «Los conceptos crean los ídolos; sólo el estupor conoce». Gregorio de Niza, La vida de Moisés, pg 44, col. 377 b.

[10] Cf. Luigi Giussani, Alla ricerca del volto umano, Rizzoli, Milano, 1995²; p. 9.

[11] Cf. Luigi Giussani, Il senso religioso, Rizzoli, Milano, 19985; pp. 139-151.

[12] «¿Cuándo el encuentro con la realidad satisface al yo? Cuando corresponde con algo que hay en él y que lo mantiene ocupado antes de aquel impacto». Luigi Giussani, “Incontro all’umano”, en: Un avvenimento di vita, cioè, una storia, pp. 224.

[13] «El hombre vuelve a descubrir su propia identidad original implicándose con una presencia que suscita una atracción y provoca el despertarse del corazón, una conmoción llena de razonabilidad, en cuanto realiza una correspondencia con las exigencias de la vida según la totalidad de sus dimensiones, desde el nacimiento hasta la muerte». Luigi Giussani, “La persona rinasce in un incontro”, en: Un avvenimento di vita, cioè, una storia, p. 210. «Pero el surgimiento del yo, la reconquista de su identidad, es posible no por un razonamiento, por una autorreflexión, , sino tan sólo por un encuentro: el encuentro con una realidad humana viva». Luigi Giussani, “Incontro all’umano”, en: Un avvenimento di vita, cioè, una storia, pp. 227.

[14] «El encuentro con el acontecimiento cristiano es, desde hace dos mil años, el encuentro con un fenómeno humano (un hombre, una compañía de personas) en el cual la pasión por el descubrimiento del propio rostro y a apertura a la realidad se ven ‘extrañamente’ despertados». Luigi Giussani, Alla ricerca del volto umano; p. 13.

[15] «Cuando estaba en segundo de carrera estuve a punto de dejar el estudio para ponerme a trabajar: la pensión de mi padre no bastaba y mi madre había muerto hacía años. Mi gran amigo (al que me referí antes), me dijo que siguiera estudiando, que él me ayudaría. Aunque no fue fácil aceptarlo, lo hice por la estima que tenía  —y tengo—  hacia él y porque me hizo entender que estaba dentro de una relación humana mucho más grande, que me ayudaba a crecer, y no se reducía a una cuestión de dinero. Nunca había experimentado una estima así hacia mi vida; me daba confianza en el futuro, al tiempo que me hacía estar contenta».  Alina Boanca, “Alina. Nadie educa si no es educado”, aparecido en la revista Huellas. Litteræ communionis, n. 3 (año VIII) marzo 2004; pp. 20-21.

[16] «La persona, pues, se encuentra consigo misma cuando ante ella se pone delante una presencia que corresponde a la naturaleza de exigencia de la vida: únicamente de esta manera el yo no se encuentra ya en la soledad. Normalmente, dentro de la realidad común, el hombre, en cuanto ‘yo’, se encuentra en la soledad, de la cual trata de escapar con la imaginación y los discursos». Luigi Giussani, “La persona rinasce in un incontro”, en: Un avvenimento di vita, cioè, una storia, pp. 210.

[17] Luigi Giussani, “Saludo a los Memores Domini”, en Huellas. Litterae communionis, n. 8, 1999.

[18] «Semejante encuentro lleva consigo dos características que constituyen su verificación inconfundible: introduce en la vida una dramaticidad, que consiste en la percepción de una provocación al cambio de sí mismo y en el intento de un comienzo de respuesta; al mismo tiempo, introduce al menos una gota de alegría, aun en la condición más amarga o en la constatación de la propia mezquindad». Luigi Giussani, “La persona rinasce in un incontro”, en: Un avvenimento di vita, cioè, una storia, p. 211.

[19] «En cambio, para nosotros, en la práctica, en el curso de nuestra existencia, una imagen de hombre constituida por la Presencia de Otro, por la compañía de Otro, es como una fábula. Cuando alguien se alza por la mañana, cuando tiene dificultades o desilusiones, ansias o contratiempos, la imagen de Otro que acompaña y custodia, que desciende hasta él para restituirlo a sí mismo, es como un sueño. Sin embargo, una madre que toma a un niño por la mano no es una fábula: es el vehículo de la vida». Luigi Giussani, Alla ricerca del volto umano, p. 27. «Nuestra compañía está definida por un método. Se puede decir que la ‘genialidad’ de nuestra compañía está totalmente en su método. […] El método es el reconocimiento, en la propia vida, de una presencia excepcional que tiene que ver con el destino. Este acontecimiento logra abarcar todo el horizonte de la vida a través de la relación con una presencia que corresponde al corazón. […] El método tiene como fuente propia el ‘impacto’ con una presencia imprescindible y grande, que la razón reconoce literalmente como ‘sobrehumana’. Por lo tanto, la esencia del método es seguir esa realidad personal que introduce al acontecimiento de una presencia excepcional. Por eso, el seguimiento es la actitud más razonable frente a este acontecimiento. La cultura moderna piensa que es imposible conocer y cambiar a sí mismo y a la realidad ‘sólo’ siguiendo una presencia. La persona, en nuestra época, no es contemplada como instrumento de conocimiento y cambio, porque ambas cosas están entendidas reductivamente: la primera, como reflexión analítica; la segunda, como praxis y aplicación de reglas». Luigi Giussani, «Dalla fede il metodo»; aparecido en la revista Tracce. Litterae communionis, n. 2 (xx) febbraio, 1994; pp. ii-iii.

[20] Cf. Luigi Giussani, “Dall’utopia alla presenza”, en: Un avvenimento di vita, cioè, una storia, p. 128.

[21] Ídem, p. 128.

[22] Cf. Nikolaus Lobkowicz, «Prefazione» al libro de Luigi Giussani, Il rischio educativo come creazione di personalità e di storia, Sei, Torino, 1995; p. x.

[23] Cf. Luigi Giussani, “Dall’utopia alla presenza”, en: Un avvenimento di vita, cioè, una storia, pp. 134-138.

[24] Cf. Luigi Giussani, Il rischio educativo come creazione di personalità e storia, sei, Torino, 1995; pp. 21ss.

[25] Luigi Giussani, Alla ricerca del volto umano, pp. 13. 14. 15.