María Zambrano. “Razón poética”: un camino auroral a la verdad

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Por Jorge Navarro.

 

María nació en 1904, en Vélez Málaga. Su padre Blas Zambrano, fue un educador por tradición familiar y de ideas liberales en quien empiezan a prender ideales socialistas, partidario de una educación del pueblo que eleve su condición y su papel activo en la sociedad. Su madre, Araceli, también maestra, desde joven se unió en la profesión y en los ideales de su compañero y esposo; ella acompañará a sus hijas en las dramáticas aventuras que habrán de vivir, a causa de los conflictos ideológicos y políticos, unos treinta años más tarde.

María nace en el umbral del nuevo siglo, cuando aparecen algunas nubosidades que empañan el lustre del siglo XIX: su Revolución Industrial, su fe en el progreso y sus Estados nación, su maquinismo y su burguesía emergente, su colonialismo, su moral victoriana y su empaque militarista son parte de esa pompa decimonónica. Sin embargo, algunas manchas y brotes de oscuridad ya habían aparecido en el panorama europeo, los levantamientos revolucionarios de 1848 son un anticipo contra la restauración conservadora y monárquica, en pugna de nuevas libertades; las condiciones de vida del proletariado, adosados al militarismo y al colonialismo, al expansionismo imperialista, el sentimiento de superioridad y el darwinismo social, que azuza el conflicto entre las naciones y el capitalismo, con su motor egoísta. Se siguen cantando las loas a la Revolución francesa y sus triunfos sobre las monarquías y la aristocracia, pero ya se asoma otra profunda revolución social, anarquista, sindicalista, socialista y marxista. “Un fantasma recorre Europa…”.

En el campo de las ideas, nuevas teorías parecen sacudir la fe científica de la Ilustración y se asoman nuevas orientaciones en la física -la ciencia paradigmática de la modernidad-, en las matemáticas; también, en la crisis del idealismo, que ya ha recibido detracciones, tanto del marxismo, como del vitalismo, el historicismo, y la fenomenología y otras tendencias que adoptan formas radicales de “irracionalismo”. Se pueden mencionar, entre otros: Kierkegaard, Dilthey, Schopenhauer y Nietzsche, e incluso Bergson, Husserl, Unamuno y Ortega.

María pasa algunos pocos años de su infancia en Vélez-Málaga, aunque conservará durante toda su vida un recuerdo de sus orígenes y de su infancia feliz. Aquellas primeras imágenes de su vida, no sólo no las olvida, sino que representan para ella, lo originario, los primeros encuentros con la realidad: padre, madre, y el entorno; es decir, la materia más noble y delicada de la filosofía.

Blas y Araceli, por motivos laborales y, tras conseguir nuevas plazas, se dirigen a Segovia, el nuevo destino que habrá de extenderse por tres lustros. Ahí, en Segovia, María vivirá su infancia y su primera juventud hasta concluir el bachillerato. Ahí nacerá su hermana Araceli. Entre los contertulios de su padre, conoce a los poetas Antonio Machado, León Felipe y García Lorca; conoce las obras de Unamuno, Azorín, Maeztu, Ganivet, Baroja. Su padre militante activo con algunos de sus amigos funda la Universidad Popular Segoviana y crearán una delegación de la “Liga de los Derechos del hombre”, fundada varios años atrás en París.

Un nuevo traslado de los Zambrano a Madrid, en 1926, pondrá las condiciones para que María pueda asistir a la Escuela de Filosofía en la Universidad, donde descubre su vocación intelectual y conoce a grandes maestros: Ortega, Zubiri, Gaos, Morente, de la nombrada “Escuela de Madrid” que, según Julián Marías, es un fenómeno único, la mejor escuela de filosofía en Europa en ese tiempo.[1]

Pronto esta joven estudiante entra en el círculo de tertulianos de la Revista de Occidente, se inicia como colaboradora en varias revistas y su activismo como líder estudiantil. María es una militante comprometida, con las causas educativas y de la movilización de los estudiantes, en favor de la República, contra la dictadura de Primo Rivera y de la Monarquía. Con entusiasmo participa en la formación de la Segunda República, al lado de su maestro Ortega, Marañón y Pérez de Ayala.

La joven discípula sigue con entusiasmo al pensamiento orteguiano. Llegará a recoger de él su “preocupación por España” y la necesidad de una reforma educativa, social cultural y política, y también comparte, parcialmente, las posiciones sociales y políticas del maestro. Descubre en la política, más que el atractivo de la acción o del poder, la manera de integrarse a la sociedad. Milita en favor de la República y vive con entusiasmo el momento de su proclamación. Aunque pronto, en 1932, sus ideales republicanos y democráticos, que siempre conservó, se vieron defraudados por la violencia en las calles, la quema de conventos, las ejecuciones sumarias con la pasividad, si no la complacencia de las autoridades. Esto motivó el abandono de su militancia. Contrae matrimonio y su marido es nombrado embajador en Chile. En el viaje a Sudamérica pasa por Cuba, en donde hace nuevas amistades, en especial con Lezama Lima. Muy pronto tienen que regresar a España a alistarse en la defensa de la República en peligro a causa del levantamiento militar. En 1939 comienza su largo exilio, de ¡45 años!, en las incertidumbres y dificultades de una familia desterrada y constantemente obligada a mudarse. Pasa por México, Cuba, Puerto Rico, Roma, París, y en el Jura francés, en “La Piéce”, encontrará un breve remanso. En París conoce a Albert Camus, quién propone a nuestra filósofa, preparar la traducción al francés de “El hombre y lo divino”. Proyecto que no llegó a concretarse a causa de la muerte del escritor francés. La obra de María comienza a conocerse en Europa y, sobre todo, en España.

La década de los 70 se abre con un duro golpe a causa de la muerte de Araceli, su hermana y compañera de destierro. Después viene un proyecto para trasladar su residencia a Nápoles, que no se logró. En compañía de algunos amigos cercanos, puede realizar algunos viajes por Europa. Hacia finales de esta década su salud decae.

Vienen, los 80, con una cauda de reconocimientos: Recibe el Príncipe de Asturias en 1981; y el mismo año, la distinción del Ayuntamiento de Vélez-Málaga, como “hija predilecta”. En 1982, la Universidad de Málaga, la nombra “doctora honoris causa”. A los 80 años regresa a España, en un simbólico 20 de noviembre de 1984. Diríase que terminó su exilio, pero ella ya había comprendido que el exilio le era consustancial, simplemente porque es una dimensión humana: “amo mi exilio”, nos lo confiesa en Las palabras del regreso:[2]

“Para mí, desde esa mirada del regreso, el exilio que me ha tocado vivir es esencial. Yo no concibo mi vida sin el exilio que he vivido (…) Creo que el exilio es una dimensión esencial de la vida humana, pero al decirlo me quemo los labios, porque yo querría que no volviese a haber exiliados, sino que todos fueran seres humanos y a la vez cósmicos, que no se conociera el exilio.” Siendo como es, esencial al hombre, el exilio posee una dimensión sacral. No el exilio que se da uno a sí mismo -más que exilio será huida o vagancia-, sino el que simplemente se acepta, en el tiempo y la circunstancia que le toca vivir.

En 1988 le es otorgado el premio Cervantes. Muere en 1991.

María asumió desde sus años juveniles, las intuiciones filosóficas de Ortega, la metafísica de la “razón vital”, claramente orientada a pensar la vida desde la vida. Ortega, ha visto con claridad, en el tránsito al siglo XX, un “cambio de época”[3], un proceso histórico en el que, el mundo moderno, ya muestra su declive y se avizora, sin nitidez, una edad nueva. Denuncia y renuncia a la atalaya racionalista, a la razón abstracta, desarzonada de la realidad; lo mismo, que el solipsismo idealista, un “yo ensimismado” que clausura las vías de acceso a lo otro y al otro.

El ideal racional de Ortega es la claridad. “La filosofía es un enorme apetito de transparencia y una resuelta voluntad de mediodía. Su propósito es traer a la superficie lo oscuro, lo velado”.[4] La razón luminar se proyecta sobre la experiencia, es decir, la vida como proyecto y trayecto alumbra el fondo oscuro de los deseos, las pasiones y las reacciones emocionales que también componen la vida. El azar y la necesidad que aprietan la existencia humana, se esclarecen por la razón vital y la libertad, abriendo una senda transitable al quehacer vital: la vida es tarea. En Ortega, la luz de la razón se encuentra con la vida que a su modo es evidencial.[5]  Según el filósofo del Escorial: “El vivir, en su raíz y entraña mismos, consiste en un saberse y comprender… es -en suma- encontrarse a sí mismo ocupado con las cosas”.

La vida es el fondo último y objeto de la razón, por lo cual, es necesario dejar la racionalidad abstracta, en pos de una razón vital.[6]

El intento de María tiene como punto de partida, la razón vital de Ortega, pero su punto de llegada está más allá. “Ir más allá” del maestro significa: primero, que se lo ha tomado en serio y, segundo, que hay que hacer el propio recorrido, seguir adelante. Ella misma lo refiere a su amigo Rodríguez Huescar, otro discípulo de Ortega, quién le había solicitado escribir algo sobre Ortega: le responde que abordaría: “la Razón vital como método… no sé si en el mismo libro o en otro irán las tesis mías, es decir la Razón Vital como funciona en mí, muy lejos ya en algunos puntos, pues he seguido andando.”[7]

Es conocido aquel momento en el que Ortega reclama a la joven discípula el alejamiento de sus tesis, que ella parece estar emprendiendo: “nosotros estamos aquí y usted quiere ir más allá”, que María consideró como un reproche.

Para María, que hace filosofía con estricto apego a la experiencia, la figura del padre, así como la del maestro, no se pierden en lo funcional, son cruciales porque introducen a la realidad y tienen que ver con lo originario. En la relación con la realidad se desvela el significado de la vida. “La fuerza sagrada del padre, su autoridad se confunde con la fuerza sagrada del origen de todos los hombres… Porque antes que seres de razón o de conciencia, de instinto o de pasión, somos hijos”.[8] Muy cercana a esta figura de autoridad hay que poner la del maestro, se trata de igual manera de una vocación: “…la vocación del maestro es entre todas la más indispensable, la más próxima a la del autor de una vida, pues que la conduce a su realización plena”.

La figura de Ortega maestro, a pesar de los distanciamientos, no la abandona nunca. María deja ver que su cercanía o su alejamiento, no se mueve sólo en el plano de las ideas, de sentir o disentir sobre ciertas concepciones: “Su muerte me ha hecho ver que le amaba aún más de lo que creía, que le amaré siempre. Estoy hace muchos años alejándome de ciertos aspectos de su pensamiento, de la Razón Historia, concretamente, mi punto de partida es la Vital, pero la he desenvuelto a mi modo. Eso no importa. Seré su discípula siempre”.[9] No pasemos de largo ante el hecho de que la muerte es clarividente.

Como se deja entrever en estas líneas. Su relación con Ortega no quedó determinada por la adhesión o alejamiento de las ideas, ella se percibe más unida a él, como discípula, por el amor, que la muerte de Ortega, ha hecho, más visible.

Así la vida, ofrece una luz auroral: cada uno sabe que su vida no es pura transparencia ni lucidez, son muchas las zonas y los resquicios oscuros, existen zonas infranqueables para la razón, en los mitos, los sueños, las imágenes, lugares y rostros entrañados, que no se corresponden a objetos claros y distintos, sino que son contenido de experiencias no controladas ni reproducidas conscientemente y a los que cabe internarse, poéticamente -poiéticamente-.

El itinerario de María Zambrano parte de la razón vital orteguiana en busca de aquello que está entrañado en la vida y que no es manifiesto a la “razón mediadora”, sino a la “razón poética”. Asomarse, con el corazón, a lo que sólo se ve en los umbrales. De otro modo, diríase que la realidad no es sólo lo que la racionalidad abstracta detecta y delimita, no son sólo objetos disponibles, representaciones de la realidad; también, hay sujetos, que son interpelados por la realidad, por el amor, el dolor, la soledad, la comunión, la violencia, etc.

 

 


 

[1] Marías, J. Obras completas, tomo V. La Escuela de Madrid. p. 219 y ss.

[2] Zambrano, M. (2009) Las palabras del regreso. Cátedra. p. 66.

[3] Véase En torno a Galileo, en Ortega y Gasset, J. (2017). Obras completas. VI. 1ª. reimp. Taurus. Madrid, p. 421.

[4] Véase ¿Qué es filosofía? En Ortega y Gasset, J. (2017). Obras completas , VIII. 1ª. reimp.  Taurus. Madrid, p. 288.

[5] Véase. Principios de metafísica según la razón vital. Ortega y Gasset, J. (2017). Obras completas. VIII. 1ª. reimp. Taurus. Madrid, p. 572

[6] Idem.

[7] Carta a Rodriguez Huescar. 8 de mayo de 1956.

[8] Zambrano, M. (2000) Hacia un saber del alma. Alianza Editorial, Madrid, p. 143

[9] Carta a Rosa Chacel. 1 de abril de 1956