Por Sagrario Chávez Arreola.
La cuestión por el significado de la educación en los tiempos convulsos que vivimos cobra relevancia al percatarnos de la mirada desarmante de niños, niñas y jóvenes que a diario padecen los efectos de un mundo capaz de ocultar a ratos el sentido de la belleza, de la justicia, de la verdad, del amor.
Hace un par de semanas, en la edición en español de la British Broadcasting Corporation (BBC) fueron publicados dos artículos en los que mostraban las imágenes más sorprendentes capturadas durante el año 2021. Uno de estos artículos se enfoca en los «eventos noticiosos» que consideraron más relevantes en América Latina; mientras que el otro se centró en Estados Unidos y en algunos países de Europa, Asia y África, y fue elaborado a partir de la selección del crítico de arte Kelly Grovier que, a su vez, relacionó alguna obra artística con lo que evocaba la imagen capturada. Pero lo que llama nuestra atención es que, en cada una de estas publicaciones, se ofrecen varias imágenes que tienen como protagonista principal a un niño o una niña en medio de una situación que evidencia las crisis de índole cultural, social, política, sanitaria, económica, ambiental que atravesamos y que se ha agudizado desde el inicio de la pandemia por covid-19.
Ante el rostro concreto de estas personas, y de algunas otras con las que nos podemos encontrar cotidianamente en nuestro entorno local, cabe hacernos la pregunta: ¿qué será de la vida de esta niña, de este niño, ahora y dentro de algunos años? Insistimos en que no sólo son personas a las que -como a cada uno de nosotros- la vulnerabilidad es constitutiva de manera fundamental, sino que esta condición se muestra con radicalidad, dada la coyuntura crítica en la que se hallan desde sus primeros años. De este modo, nos colocamos ya en medio del fenómeno educativo. Pues lo que estos niños son y lleguen a ser a lo largo de su existencia, depende de los procesos de maduración integral que vivan en compañía de quienes asuman la responsabilidad de educarlos. Nos referimos primordialmente a sus padres, así como a abuelos, hermanos, primos, tíos y, en segundo lugar, a sus profesores, entre otras autoridades que, con su presencia decisiva, orientan al niño en su marcha por la vida.
Ahora bien, sabemos que todo proceso educativo está dirigido a la realización de un ideal humano que se actualiza según el contexto histórico en el que se enmarca la vida de cada persona y de cada pueblo. Desde este supuesto, haciendo eco de la pregunta y en parte del análisis de María García Amilburu (2010), podemos cuestionarnos: cuál es el ideal educativo de este tiempo, es decir, en qué consiste la imagen de una persona educada según el modelo de «excelencia humana» predominante. En otras palabras, considerando la situación de vulnerabilidad pronunciada de muchos de nuestros niños, niñas y jóvenes ¿en qué términos podemos pensar un proceso que sea educativo para ellos? ¿Cuál es la forma concreta de este proceso que dirigirá nuestros empeños para educarlos?
Por una parte, cobra relieve la postura que defiende que una «persona educada» es aquella que se inserta en el campo laboral, a partir de determinado oficio o ejercicio profesional, con el cometido de hacerse de los recursos indispensables para vivir y, así, participar en el progreso económico de la sociedad en la que se encuentra. Un proceso educativo ordenado bajo estos términos, será regido por personas que estén convencidas de que el desarrollo de competencias laborales que aporten riqueza económica es primordial en la vida personal y social.
Sin embargo, esta postura puede traer consigo dos perturbaciones que le hacen perder balance de la realidad volviéndose, por tanto, antieducativa. La primera perturbación es perder de vista la dimensión social de la actividad laboral que se lleva a cabo, manifestándose en la forma de una «individualización despreocupada» ya sea por las personas menos favorecidas en el entorno inmediato y global (pues «cada uno está donde quiere estar»), ya sea por los efectos perniciosos que aquella actividad puede tener en la vida de otros seres vivos y sus respectivos ecosistemas. La segunda perturbación afecta a la vida misma de ese «profesional competente», en tanto que reduce las dimensiones polifacéticas de su ser personal a un sólo ámbito: el ejercicio profesional. Así, lo que parecía un ideal educativo centrado en el progreso económico de la persona y de la sociedad se convierte en una amenaza para la vida en el mundo.
Por otra parte, podemos identificar la postura que sostiene que una «persona educada» es aquella capaz de apreciar los tesoros que la humanidad ha ido depositando, paulatinamente, en las tradiciones artísticas, filosóficas, científicas, entre otras formas de expresión cultural altamente valoradas. Desde esta perspectiva, un proceso educativo se encaminará a habilitar a cada niño, niña y joven en un diálogo que le permita comprenderse a sí mismo, a los demás y al mundo en el devenir de la historia. Si en la postura anterior el foco principal estaba puesto en la generación de riqueza económica, en este caso el centro es la realización de ideas, afectos y acciones que hagan florecer a cada persona en su humanidad.
Y así como aquélla postura puede derivar en ciertas perturbaciones antieducativas, también puede suceder en ésta, toda vez que el disfrute de la riqueza cultural resulte o en una pedantería que dificulte el ensanchamiento de las relaciones personales con el mundo, con otros y consigo mismo, o en un intelectualismo y esteticismo que paralicen un actuar prudente ante la realidad.
Tengamos presente que el esfuerzo por entender mejor el significado de la educación y de lo que reclama para quienes hoy participamos de ella, tiene como centro de atención la vida de niños, niñas y jóvenes. Por lo que es necesario ir más allá de posturas excluyentes e iniciar una síntesis que retome las cualidades educativas -al menos de las dos que hemos expuesto- y que, al mismo tiempo, nos prevenga de sus derivaciones antieducativas.
El argumento que elabora García Amilburu para realizar una síntesis entre el ideal educativo «profesionalizante» y el «humanístico» es el siguiente:
En definitiva, una misma actividad puede ser simultáneamente «humanizadora» y «capacitar para ejercer un trabajo». Formarse profesionalmente para ser médico, electricista, conductor de autobús o farmacéutico, puede realizarse de manera que constituya una experiencia auténticamente educativa, o no. Y son muchos profesores que captan, con gran intuición, que lo más «educativo» hunde sus raíces en una tradición que está recogida en la Literatura, la Historia, las Ciencias Naturales y las Humanas, la Filosofía, etc., es decir, en todas esas voces que se escuchan en la conversación entablada entre las distintas generaciones humanas. (2010: 42)
En otras palabras, que educar a una persona para que lleve a cabo determinado ejercicio profesional que le permita sostenerse de manera digna, evitando una actitud rapaz o un individualismo mortífero, puede realizarse en la medida en que se mantenga despierto el sentido de la belleza, de la justicia, de la verdad, del amor. Pero este sentido no será fruto de una mirada arbitraria de la realidad, sino de una mirada que ha sido educada por aquellos que han aprendido a descubrir el valor de la vida en todas sus expresiones.
Hablamos de hombres y mujeres que, en el transcurrir del tiempo, han sabido condensar en una obra filosófica, artística, científica, etcétera, el referente de lo que significa pensar, sentir, actuar, es decir, ser persona en todo su esplendor. A partir de esos referentes y de quienes tengan la prestancia de actualizarlos a diario, estaremos en condiciones de concebir, cada vez con mayor lucidez, el lugar que nos corresponde dentro de la «casa común», así como de guiar a los más jóvenes en su paso por la vida.
Referencia bibliográfica:
García, M. (2010). Nosotros, los profesores: breve ensayo sobre la tarea docente. UNED – Universidad Nacional de Educación a Distancia. Disponible en: https://elibro.net/es/ereader/bibliouaq/48440?