En diciembre se cumplirán cincuenta años de la terminación del Concilio Ecuménico Vaticano II. Fue un acontecimiento eclesial de enorme importancia que ha tenido también gran repercusión en los acontecimientos extra eclesiales de estos cincuenta años.
Una de sus consecuencias fue el cambio en las problemáticas relaciones entre la Iglesia y el mundo moderno. Cambio paradójico, por cierto, ya que la Iglesia y el mundo moderno arreglaban cuentas en el momento en que el mundo moderno llegaba a su fin. Pero si uno mira al concilio con más cuidado puede constatar que su atención y preocupación no era tanto el mundo moderno, sino el mundo como la realidad temporal en que se desarrolla el drama humano.
En cierto sentido era válida la interpretación del Concilio como ajuste de cuentas, critica y reconciliación, con el mundo moderno, pero también, y sobre todo, creo, es correcta la interpretación del Concilio como luz y orientación para las relaciones Iglesia y mundo hacía el futuro. La imagen de la puerta es sugestiva para entender lo que queremos decir, por una puerta se sale al tiempo que se ingresa, se sale de, para entrar a. Se trata de una puerta abierta, no de una puerta cerrada.
Esta imagen de la puerta por donde se cruza como cuando se pasa de una habitación a otra o de un adentro a un afuera, parece reflejar también el momento de cambio que estamos viviendo; de cambio de época, del paso de una “constelación cultural” a otra. Y aquí evoco el título del ya casi olvidado “Cruzando el umbral de la esperanza” porque ayuda también a entender el momento o periodo de estar en el umbral, de estar cruzando el umbral, es decir pasando por la puerta del también llamado “cambio de época”.
Por más acelerado que sea el movimiento de la historia, no se pasa en un día tal suerte de umbral. La imagen de la turbulencia nos ayuda para referirnos a ese periodo en el que un mundo parece derrumbarse sin que se vea claro qué es lo que ha de surgir; en esa situación se puede constatar que no todo lo anterior ha acabado, ni está claro lo nuevo: uno no puede pasar por una puerta con todo el equipaje que quiera, algo se queda y algo pasa; pero tampoco lo nuevo es una creación ex nihilo que dé por clausurado todo lo anterior. De cualquier manera que se le vea, hay que aplicar aquí, por más difícil que sea, la sentencia evangélica de “vino nuevo en odres nuevos” (Mt 9, 17).
Estas consideraciones me parecen oportunas hoy, 28 de agosto, en que celebramos a san Agustín (354-430), quien vivió a su manera el umbral dramático –¿puede ser de otra manera?– de un cambio de época: del final de la Antigüedad, la implosión o caída violenta y dramática del Imperio Romano, al surgimiento de lo que entonces no se sabía qué sería y que ahora llamamos Edad Media (con sus tan contrastantes etapas).
Sus escritos, de manera destacada su célebre “Ciudad de Dios”, parecen tener una significación análoga, no igual, al Vaticano II. Desde luego en un caso se trata del pensamiento de un autor y en el otro de un Concilio Ecuménico, el más grande de la historia en cuanto al número de sus participantes. Pero también distintos en cuanto a su valor como pensamiento teológico, por más autorizado que sea, en el primer caso y en el segundo como un acto de magisterio solemne de la Iglesia universal. El primero ayudó a los cristianos de su tiempo y a muchas generaciones posteriores a cruzar aquel complicado umbral y a orientarse en la construcción de un mundo nuevo. De paso puso los cimientos y las grandes líneas de la filosofía y la teología de la historia.
El Concilio Vaticano II con sus grandes documentos, de manera particular con la Constitución Gaudium et Spes, es la gran referencia para saldar cuentas con la Modernidad que termina y trazar las líneas maestras de la construcción de la nueva civilización por venir o adveniente, en el sentido de que empieza a configurarse desde ahora. Con esto no pretendo decir que éste es todo el sentido y valor del Vaticano II, pero sí uno de sus aspectos relevantes.
La Ciudad de Dios fue leída y releída, bien y mal interpretada, todavía hoy es una referencia ineludible llena de enseñanzas y aliento. El Vaticano II también ha sido leído y releído, bien y mal interpretado, y su actualidad es más patente hoy que hace cincuenta años y quiza lo será más en el futuro. Su lectura y comprensión es hoy más necesaria.
La generación del Vaticano II está pasando, un signo de esto es que el Papa Francisco y casi la totalidad, tal vez haya alguna excepción, de los obispos en funciones no participaron en este concilio. De cualquier manera hoy, día de San Agustín, evocando los primeros cincuenta años de la realización del Vaticano II, nos parece este un buen tema para reflexionar en estos temas.