Por Giampiero Aquila.
«El justo crecerá como una palmera, se alzará como un cedro del Líbano; […] En la vejez seguirá dando fruto y estará lozano y frondoso para proclamar que el Señor es justo» (13, 15-16), con este verso del Salmo 91, la Biblia ofrece una metáfora preciosa para describir la vida del hombre que nunca deja de ‘dar frutos’ en cada etapa de su vida.
La generatividad en el hombre en efecto es es como un manantial continuo: a lo largo de su vida cambian las formas de generar pero la veta generativa no se agota ni siquiera en la vejez.
Erikson (1963) pone la generatividad como objetivo del desarrollo psicosexual y al mismo tiempo, del desarrollo psicosocial del adulto: el hombre maduro requiere que experimentarse como útil y necesario para los demás que le rodean y a su vez, la madurez requiere ser orientada y estimulada por aquello que ha generado y por lo que ha cuidado. Nuestro autor pone esta característica en contraposición al estancamiento, considerándolo como una preocupación y un replegarse sobre sí mismo, que conduce al encapsulamiento y a la cerrazón.
Mac Adams y de St. Aubin (1998), recuperando y desarrollando este concepto, subrayan que a la generatividad no hay que entenderla como si fuera un rasgo individual, sino que es un constructo relacional complejo, que integra deseos, creencias, conductas de aquellos que asumen el cuidado de las nuevas generaciones. En efecto no es posible ser generativos estando solos o en un horizonte autorreferencial, ya que la generatividad implica la apertura a la relación con otras personas y el desarrollo de vínculos de cuidado recíproco y responsable. Scabini y Cigoli (2014, pp.20-24) entienden la generatividad como el fruto del intercambio entre generaciones, la ponen como el eje de su modelo relacional-simbólico.
Es interesante poder delinear cómo se declina esta dimensión en lo específico de la relación parental donde la generatividad encuentra en la experiencia de ser progenitor de una nueva generación, su manifestación más emblemática, aunque no exclusiva.
El hecho de ser padres logra mostrar su carga generativa, al ir mucho más allá de la simple reproducción humana, cuando asume el cuidado de una persona en su singularidad, al transmitir lo valioso que se ha heredado de las generaciones anteriores y al dirigir la mirada hacia el futuro de las generaciones venideras.
De esta manera la generatividad remite al intercambio de dones, que es el centro de las relaciones familiares, que inicia con el nacimiento y abraza toda la vida (Godbout, 2002). El proceso de circulación de los dones al interior de las relaciones familiares siempre vuelve a reactivarse y si bien puede parecer que el compromiso generativo de los padres constituya su inicio, en realidad representa la etapa de un movimiento dialéctico que ya había implicado las generaciones anteriores. En efecto nadie se presenta a sí mismo como un único acreedor o como único deudor de este intercambio basado en la confianza recíproca: el vínculo generativo por lo tanto es necesario que se entienda en su doble valor de generar y ser engendrados.
La generatividad está por sí misma anclada a las relaciones familiares, las cuales están marcadas al mismo tiempo y siempre, también por los impulsos degenerativos, de las cuales son una manifestación a la tendencia a la inhibición de la otra persona, a su descalificación y a la pretensión que el otro sea y se comporte de acuerdo a los propios deseos, en una relación de tipo utilitarista, basada en el mero intercambio de costos y beneficios (Scabini, Cigoli 2012, p. 46).
La pareja puede manifestar la propia generatividad al dar a luz a los hijos, si bien esto no agota las posibilidades de ser generativos. Engendrar a un hijo dilata el espacio de la pareja que correría el riesgo de volverse angosto con el paso de los años y sofocado por el estancamiento.
Es importante subrayar que, si el procrear a un hijo corresponde al orden biológico, engendrarlo y por lo tanto el ‘ser progenitores’ se refiere al orden simbólico y por lo tanto psico-afectivo: engendrar de hecho, remite al reconocimiento del hijo su inclusión en el contexto relacional y cultural.
Deriva de ello por lo tanto, la necesidad de que los hijos sean reconocidos por la pareja que los engendra para que puedan establecer una clara y específica relación que los inserte en el flujo de las generaciones que componen la historia familiar, así como como la responsabilidad que los padres están llamados a asumir en el tiempo para con ellos. En el acto generativo, como evidencia Mac Adams y St. Aubin (1998), se encuentran presentes al mismo tiempo tanto aspectos de self-expansion (crear algo a imagen propia) como de self-trascendens (cuidar responsablemente de la nueva generación con la finalidad de hacerla autónoma y a su vez generativa, aspecto que en ocasiones implica el sacrificio de sí por el bien del otro) (Scabini-Cigoli, 2012). En efecto en el acto de generar se hace evidente la presencia de un componente narcisista (Freud 1914): el hijo es vivido como una parte de sí que puede sobrevivir a la muerte de los padres, que inevitablemente proyectan sobre el hijo los propios deseos y expectativas. En la actualidad, sin embargo, el riesgo siempre más difundido, es que este componente se vuelva la única cifra del dar a luz a un hijo, oscureciendo, hasta el punto de borrar, por completo, el impulso hacia la self-trascendece. Es lo que algunos autores llaman ‘paidocentrismo narcisista’, siempre más imperante en el actual contexto sociocultural: el hijo se encuentra cargado de deseos y expectativas de realización personal de los padres, que llegan a saturar todo el contexto relacional e inhiben el proceso del reconocimiento del hijo como alguien diferente de sí, como una nueva generación (Scabini, Iafrate, p.148). El impulso se vuelve generativo de manera apropiada en la medida en que está en condiciones de ir más allá de uno mismo, capaz de reconocer la excedencia de la cual el hijo es portador y promover sus talentos, es decir de exducere (sacar a relucir) su naturaleza original en el sentido propio del término, acompañándolo en cuanto miembro de una generación que es nueva.
La responsabilidad, implicada al asumir la responsabilidad de ser padres, no se refiere al logro de un proyecto de pareja (el hijo en cuanto realizaciones de un proyecto propio), por el contrario, como subraya su misma etimología, se trata de responder a otro diferente de sí. La responsabilidad parental, arquetipo de cualquier responsabilidad (Jonas, 1995, loc. 2743), remite ante todo a las construcciones de un espacio mental para el hijo, que desde un principio se presenta como irreductiblemente diferente de los padres, pero estrictamente vinculado con ellos.
Con respecto a esta respuesta dirigida a otro que es diferente de sí y a la vez vinculado con uno mismo, se basa la tarea del cuidado responsable, una tarea que cambia a lo largo del tiempo, porque el hijo, a medida que crece, manifiesta nuevas necesidades y nuevas capacidades que obligan a los padres a modificar de manera diferente y más adecuada su función de educadores, en una especie de danza relacional que regula en múltiples ocasiones a lo largo de los años la distancia concreta y emocional entre los padres y el hijo. La responsabilidad parental requiere por lo tanto la construcción y el mantenimiento de una actitud crítica -alimentada por la confrontación y el diálogo de la pareja- que haga capaces de recuperar constantemente la distinción entre el hijo y la imagen que se tiene de él. La pérdida de esta distinción -la ruptura de la tensión entre fantasía y realidad- es un factor frecuente; lo importante es la capacidad de reparar o de restablecer las relaciones interpersonales, entendidas como diálogo entre dos sujetos que se reconocen con iguales dignidad, aunque ubicados -en la relación entre padres e hijos-en niveles jerárquicamente diferentes.
La posibilidad de reciprocidad y de diálogo auténtico se manifiesta plenamente cuando los hijos, definitivamente adultos y autónomos, se vuelven a su vez padres, traspasando aquella que ha sido definida la barrera jerárquica intergeneracional. La conquista de esta posición igualitaria, aún en tiempos y situaciones diferentes, ofrece a los hijos adultos la ocasiones de una mayor cercanía emotiva con los propios padres -que a su vez se encaminan hacia la tercera edad- y la posibilidad de volver a leer la propia historia, de comprender (y también de perdonar) eventuales fallas y errores, desarrollando un sentido auténtico de gratitud por aquello que se ha recibido. Como se ha bien evidenciado (Scabini, 1985), encontrarse ‘en el otro bando’ y al mismo tiempo permanecer hijos, ofrece a los jóvenes padres la posibilidad de madurar la conciencia de la complejidad del desafío que tienen que afrontar en el crecimiento de los propios hijos, reconociendo al mismo tiempo las propias limitaciones y falibilidad.
Esta conciencia respecto a la propia finitud, las propias fallas y fragilidades, remite a la necesidad que también los demás adultos puedan cooperar y dar en reciprocidad la propia contribución al crecimiento de la nueva generación: la experiencia de ser padres se abre así a compartir con otros adultos (la pareja, los propios padres, los parientes, otras figuras educativas, etc.) involucrados en el cuidado del hijo. El término compartir tiene un valor de oxímoron, indicando tanto el tener algo en común con los demás, como el dividir algo junto con otros. Tener algo en común, en efecto, es la condición que hace posible dividir lo que se tiene, aunque esta circunstancia resulta obliterada en la cultura contemporánea que, por el contrario, tiende a la fragmentación en compartos estancos típica del individualismo imperante.
Lo que une es el ser adultos; lo que se comparte, si bien de formas específicas que no son intercambiables y siempre en grados diferentes, es la responsabilidad hacia las nuevas generaciones.
Se ha subrayado como el compromiso parental se encuentra llamado con el paso del tiempo y a medida que los hijos crecen, a dilatarse y expresarse en una generatividad social, manifestando en formas diferentes y creativas, la atención y la responsabilidad hacia las generaciones venideras (Scabini, 2012). Dar la propia contribución, arriesgarse, proponer, para que las generaciones de mañana puedan crecer y encontrar el propio ámbito de afirmación: esto es aquello que se entiende con generatividad social, tarea que no es solamente de los padres, sino que pone en común a todos los adultos.
La generatividad en efecto tiende a expandirse en círculos concéntricos: ante todo al interior de la pareja en una dimensión horizontal, luego actúa entre las generaciones en una dimensión vertical, hasta dilatarse en el contexto familiar, traspasando finalmente los confines familiares para abrazar al ámbito social.
Bibliografía
Erikson E.H. (1963), Youth: change and challenge, New York, NY, Basic Books.
Freud S. (1975) Opere vol.7, Totem y tabù e altri scritti, , Bollati Boringhieri
Godbout J.T. (1997), El espíritu del don, México, Siglo XXI.
Jonas H. (2014), El principio de responsabilidad, Barcelona, Herder. 1ª ed. digital
McAdams D.P., de St. Aubin E. (1998), Generativity and adult development: how and why we care for the next generation, Washington D.C., American Psychological Association.
Scabini E. (1985) La organizazione della famiglia tra crisi e svlippo, Milán, Franco Angeli.
Scabini E., Iafrate R. (2003) Psicologia dei legami familiar, Bologna, Il Mulino
Scabini E., Cigoli V. (2012), Alla ricerca del familiare. Milán, Raffaello Cortina.
Scabini E., Cigoli V. (2014), La identidad relacional de la familia, Madrid, BAC.