“TÚ QUE AMAS LA INOCENCIA…”

Por Ramón Díaz.

 

En la liturgia de la misa, hay una oración colecta que siempre me ha impactado por su profundidad. Dice: “Señor, tú que amas la inocencia y la devuelves a quien la ha perdido, atrae hacia ti nuestros corazones y abrásalos en el fuego de tu espíritu, para que permanezcamos firmes en la fe y eficaces en el bien obrar”.[i] De manera particular, la parte que atrae mi pensamiento es la primera: “tú que amas la inocencia y la devuelves a quien la ha perdido…”. No obstante la sencillez de estas palabras, su significado es elusivo y difícil de precisar. Pero debe ser muy importante, puesto que Dios ama su presencia en los hombres y la devuelve cuando éstos la han perdido.

 

I

¿En qué consiste propiamente la “inocencia”?

Ante todo, creo que su significado no puede equipararse con el de la ingenuidad, rayana casi en la estupidez. Aunque en el famoso “día de los inocentes” nos ajustamos puntualmente a este sentido —“inocente palomita / que te dejaste engañar / sabiendo que en este día / nada se debe prestar”— es poco probable que esto sea lo que Dios ama en los hombres. Esta simplicidad sería aplaudida, más bien, por la serpiente del paraíso —“el más astuto de los animales del campo que el Señor había hecho”, como dice el libro del Génesis (3, 1)— porque logró engañar a los hombres de los comienzos primordiales con sus palabras falaces.

Pero su significado tampoco puede igualarse a una falta de conocimiento, porque entonces se alabaría como virtud lo que más bien es una carencia. Aunque en cierto sentido nos agrada la inocencia de los niños, porque son “ignorantes” de las arduas vicisitudes de la vida —como el dolor, el sufrimiento y la muerte— y de los límites humanos más vergonzantes —como el odio, la ira y la venganza y, en otro sentido, la picardía, la maldad y la simulación— es difícil llegar a una vida plenamente humana sobre la base de puros desconocimientos y meras oscuridades.

Tampoco creo que su significado sea de índole sexual, donde confluyen a un tiempo una falta de conocimiento y cierta ingenuidad estúpida. Es verdad que con frecuencia miramos así a la muchacha que aun es “virgen” en esta materia o al joven que está ayuno de “experiencias” de esta índole, que a un cierto punto nos sorprenden —si no es que nos escandalizan— por su gran “inocencia”. Pero, a parte de negativa, esta concepción es reductiva, porque sitúa una cuestión tan importante de la vida humana en una sola dimensión de la existencia (la sexual).

 

II

Según los diccionarios, se considera “inocente” al hombre que está libre de pecado o, en otro sentido, al que no se le puede imputar una culpa en relación con un delito. Está asociada al concepto de “pureza”, siempre y cuando esta última no se entienda en relación con el cuerpo, sino más bien con el interior del hombre. Desde esta perspectiva, la inocencia vendría siendo sinónima de la llamada “pureza del corazón”, esto es, del corazón que aun no ha sido mancillado.

La inocencia aparece por primera vez en el libro del Génesis, cuando se habla de la creación del hombre. La teología bíblica sostiene que tanto la mujer como el varón del paraíso se encontraban en dicho lugar preternatural en un estado de “inocencia originaria”. Ésta les permitía relacionarse con todas las cosas del mundo sin pretender nada de ellas con oscuros deseos; asimismo, les permitía referirse el uno al otro en la libertad pura del don y de la gratitud, sobre la base de su jubiloso asombro. Era una forma especial de comportamiento frente a todo que no les hacía experimentar “vergüenza”.

La inocencia consiste, ante todo, en una actitud interior; pero ésta tiene que ver con el mundo en torno: las cosas, por un lado; las personas, por el otro. Propicia una forma particular de amar: amar sin pretender (personas); amar sin poseer (cosas). La inocencia, sin embargo, se expresa hacia fuera de los hombres a través de la mirada y el uso de las manos: dota a la primera de amplitud y claridad, sobre todo de limpieza; otorga a las segundas una delicada sutileza que raya en la ternura. Hay, por tanto, una inocencia en la mirada y una inocencia de las manos.

Cuando el libro del Génesis habla del drama del pecado —esto es, la pérdida del estado de inocencia— lo hace justamente a través de estas dos imágenes precisas: la de los ojos que miran con avidez; la de las manos que se extienden para poseer. Así dice: “Vio la mujer que el árbol era bueno para comer, agradable a los ojos y codiciable para alcanzar sabiduría; tomó de su fruto y comió…” (Gen 3, 6). Pero ambas imágenes remiten a un drama interior, a un cambio fundamental que ocurrió en el corazón de aquellos hombres, el varón y la mujer; por eso experimentaron vergüenza y sintieron miedo. Este hecho dio término al estado paradisíaco para dar paso al comienzo de la historia, hecha de dolor, de sumisión, de cansancio y de muerte, con algunos momentos —muy escasos— de alegría.

 

III

La oración colecta de la liturgia de la misa es bella porque nos permite mirar esta historia con esperanza. La esperanza es un pequeño destello de luz en medio de una oscuridad que parece impenetrable; es una flama minúscula cuya calidez atempera el frío del invierno más terrible. Dios no sólo ama la la inocencia en los hombres; también es capaz de devolverla a quienes la han perdido. Es decir, puede aclarar de nuevo la mirada y abrir las manos hasta la plegaria. Puede rehacer la estructura de nuestros corazones. No con amenazas y mucho menos con castigos; antes bien, con un amor moldeado en el sacrificio —el de su Hijo— pero revestido de gestos de ternura. Después de todo, como dice el dicho popular, no es con hiel como se atrapan las moscas, sino con miel. O como dice el poeta francés Charles Péguy —con palabras aun más bellas— en una composición donde hace hablar a Dios mismo en persona:

 

Yo conozco bien al hombre. Soy yo quien lo ha hecho.

Es un ser extraño.

Pues en él actúa esa libertad que es el misterio de los misterios.

Aún así, se le puede pedir mucho. No es demasiado malo.

No puede decirse que sea malo.

Cuando se le sabe llevar, incluso puede pedírsele mucho.

Se puede sacar mucho de él.

Y Dios sabe si mi gracia sabe llevarle.

Si con mi gracia yo sé llevarle.

Si mi gracia es insidiosa, hábil como un ladrón.

Y como un hombre que caza al zorro.

Yo sé llevarle. Es mi oficio.[ii]

 

En un par de semanas comenzaremos el tiempo de cuaresma. Más que un tiempo de prácticas piadosas, acompañadas de ciertas restricciones, es memoria del largo camino recorrido por Dios para devolvernos al estado del origen, a la situación paradisíaca. Más aun: a un nuevo estado denominado —con palabras misteriosas— “soteriológico”. No es tanto un paso hacia el pasado, sino un salto hacia el futuro; o más aún: a la eternidad. Este estado pasa por el sufrimiento y por la muerte (Semana Santa), ciertamente; pero alcanza su culminación plena en una resurrección gloriosa (Pascua). No nuestra, por cierto, sino de Alguien que se ofreció en lugar nuestro.

Se trata de un tiempo extraño, porque en él no tenemos que hacer propiamente nada; o mejor dicho, sólo tenemos que hacer una sola cosa: dejarnos hacer y rehacer por Otro. Como un niño pequeño que descansa sobre el pecho de su madre. Tal es el sentido de la segunda parte de la misma oración colecta de la liturgia de la misa: “Atrae hacia ti nuestros corazones y abrásalos en el fuego de tu espíritu, para que permanezcamos firmes en la fe y eficaces en el bien obrar”.

 


[i] Jueves II de Cuaresma.

[ii] El misterio de los santos inocentes, Encuentro, Madrid, 1993, pp. 14-15.