Vida Interior Ante La Dispersión

Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.

 

Se vive la mentalidad de lo difuso. Permea una cierta cultura de la intrascendencia. Preocupa el inmediatismo del aquí y del ahora. No llaman la atención las grandes cuestiones que han preocupado al ser humano de todos los tiempos. Se vive la esclavitud del momento emocional. Se adoptan las posturas de los satisfechos por el empoderamiento del mundo digital.

Todo esto, tarde o temprano dejan en la insatisfacción y en el vacío, porque se tiene la sed de infinito; las cosas y las sensaciones, finalmente no pueden colmar el interior del espíritu. Los aludes de información y los estímulos, son limitados. Se busca la paz y la serenidad que solo Dios puede colmar. La ‘voz que clama en el desierto’; el desierto es el espacio del corazón en el cual Dios habla. Desierto que es lejanía de lo superfluo. Ahí en ese espacio difícilmente se distorsiona la realidad. El corazón es el espacio privilegiado para el encuentro cara a cara con Dios. Esta es la gran invitación que hace Juan el Bautista, la voz que clama en el desierto (Lc 3,1-6).

Vivimos el reclamo continuo de la exterioridad; de volcarse hacia el mundo que nos rodea y se mete por todos los poros. San Agustín nos hace esa sabia invitación: ’noli foras ire’, es decir, ‘no quieras ir fuera’ de ti. El centro del universo y de la propia interioridad es Dios mismo. Otro consejo que nos da es ‘in te ipsum redi’; esto es, vuelve a ti mismo. Hemos salido de nosotros mismos a la caza de nuevas sensaciones con la actitud adolescente de ‘comerse el mar a puños’; solo en la casa del propio corazón se puede dar el encuentro con Dios, del modo más auténtico y hondamente sincero. Dentro de este camino de ‘desierto’ se podrá llegar a esa etapa de ‘interiore hominis hábitat veritas’, ‘en el interior del hombre habita la verdad’. No se trata de la postura budista, de regresar al interior para aniquilar en sí todo deseo y evitar el sufrimiento; se trata de encontrarse con aquél que es la Palabra, la Palabra que constituye toda la realidad (cf Enrique A. Eguiarte, ’El deseo y la búsqueda de Dios).

‘Juan es la voz. Del Señor en cambio se dice: ’En el principio existía el Verbo’ (Jn 1,1). Juan es la voz que pasa. Cristo es el Verbo eterno que era en el principio. Si a la voz le quitas la palabra, ¿qué queda? Un vago sonido. La voz sin palabra golpea el oído, pero no edifica el corazón’, comenta san Agustín (Discurso 293).

Es tiempo de conocer a Dios no de oídas; es tiempo de tener una experiencia personal con él. Cada uno debe hacer su recorrido de encuentro personal. Muchos hablan de él, sin conocerlo. Tienen un conocimiento lleno de prejuicios, de heridas afectivas o de carácter sociológico; aquel que ve a los demás y de ahí juzga con la lente del prejuicio.

Se trata de ir a la ‘hondura de la subjetividad existencial’, más allá de las descripciones objetivas. Por eso es importante superar dos grandes riesgos que nos conducen a la inautenticidad religiosa como son la cosificación y la personificación, en términos de W. Luypen, en su obra ‘Qué decimos cuando decimos Dios’.

Se trata de experimentar a nivel personal que ‘la fe consiste en saberse amado y responder al amor con amor, en palabras de Oliver Clément.Con todo el respeto para el campo de los psicólogos y de los psiquiatras, que tienen mucho que sanar en nuestros días de tantos problemas emocionales, psicóticos y delirios, es necesario retomar el camino de la vida interior. La experiencia del ‘misterio divino’ que nos trasciende y nos involucra. Este tiempo es el favorable, en la calma y en el silencio interior, al margen de un activismo despersonalizador.

Se trata de hacer un alto en la vida y dedicar un tiempo a descansar sumergido en la presencia de Dios para que él inicie en nosotros su obra que irá perfeccionando hasta la venida de Cristo Jesús (cf Fil 1,6); que se pueda tener una sabiduría vivencial del amor y que éste siga creciendo en el conocimiento perfecto y en el cabal discernimiento (cf Fil 1,9), como nos enseña san Pablo.

La vida interior nos hacer recobrar nuestro rostro mediante la relación interpersonal profunda con el Tú divino, que nos lleva a valorar al tú humano. Nos permite una disponibilidad para promover el bien entre todos.

El ser humano disperso se cosifica y se pierde en la masa. Solo el ser humano de vida interior densa, vive su horizonte de esperanza y de eternidad.