Tú, yo y el otro: Filosofía en la poesía de Rosario Castellanos (III) por Sagrario Chávez Arreola
Repasemos brevemente lo que hemos presentado hasta el momento en estas ocasiones dedicadas a la búsqueda de filosofía en la poesía de Rosario Castellanos. En Filosofía en la poesía de Rosario Castellanos caracterizamos el itinerario creativo de nuestra poeta a partir de tres pares de movimientos: el primero, señaló el camino de expresión que oscila entre lo abstracto de las ideas y lo concreto de cada objeto que a ella le interesaba transformar en poesía; el segundo par, trató la relación recreativa entre lo universal humano (depositado en la tradición poética) y la experiencia de la poeta (de suyo pobre, anecdótica, particular, pero abierta a la posibilidad de ser potenciada con el impulso de los «grandes maestros de la humanidad»); y el tercer par, señaló que, para que la comunicación entre el poema y su lector se realice, es vital disponerse a «escuchar», desde la propia humanidad que porta cada uno, aquel dolor, aquella esperanza o anhelo que fue impreso por el artista.
Luego, en El drama de la realización personal en el mundo contemporáneo consideramos el modo en que el afán de comprender el sentido de la realidad, de la propia existencia, puede diluirse ante -por un lado- el cúmulo de imágenes falsas que sobrevuelan cada momento de nuestra vida y que se manifiestan como la solución absoluta ante los males que nos aquejan, incluso como una reducción arbitraria de la realidad al gusto de quien se ha instalado ciegamente en ella, como la «mula de noria», o mecánicamente como «el tornillo» (que funciona determinado por el engranaje de las prescripciones formalistas acerca de la vida, de lo que significa ser bueno, entre otras cuestiones relevantes a lo humano).
Por otro lado, la disolución de nuestro afán de comprender puede acaecer ante la ausencia de imágenes verdaderas a partir de las cuales encauzar nuestros anhelos de vivir plenamente, más conforme a quienes somos. Además, nos preguntamos en aquella ocasión ¿de dónde pueden provenir las imágenes verdaderas? Se estableció que, de entre otras fuentes culturales, lo encontramos en las obras literarias y que la humana necesidad de comprender puede ser nutrida por lo que abrevamos en aquellas fuentes: “Siempre somos, de un modo u otro, herederos”. (Mèlich, 2005, p. 67)
Asimismo al final del artículo anterior dejamos planteada la cuestión sobre cómo potenciar nuestra comprensión de la realidad, del mundo, de nuestra vida, a través de imágenes verdaderas. De manera provisional, respondimos que se trata de ir a la búsqueda de los acontecimientos que nos abran, de vez en vez, a la verdad de nuestra humanidad. Recordemos la cita del ensayo La mujer y su imagen, escrito por Rosario Castellanos, con la que cerramos aquella exposición:
Pero hubo un instante, hubo una decisión, hubo un acto en que la mujer alcanzó a conciliar su conducta con sus apetencias más secretas, con sus estructuras más verdaderas, con su última sustancia. Y en esa conciliación su existencia se insertó en el punto que le corresponde en el universo, evidenciándose como necesaria y resplandeciendo de sentido, de expresividad y de hermosura. (2017: 141)
En esta tercera y última ocasión para reflexionar sobre la filosofía en la poesía de Rosario Castellanos nos volvemos a plantear esta cuestión, con miras a ofrecer una respuesta todavía más anclada en situaciones concretas de nuestra vida, repitámosla: ¿cómo potenciar nuestra comprensión de la realidad, del mundo, de nuestra vida, a través de imágenes verdaderas?
Proponemos -como hemos hecho ya en otras ocasiones- entresacar de los poemas de Rosario Castellanos aquellos elementos que puedan orientarnos en esta búsqueda y -siendo fiel a las palabras de nuestra poeta con las que cierra su ensayo Si poesía no eres tú ¿entonces qué?– asumir el trabajo de elaborar hipótesis e interpretaciones que, como lectores-cómplice, nos permitan acceder a los poemas en conjunto, pero particularmente a los que elegimos para este momento.
La hipótesis que me permito poner en común es que entre las imágenes verdaderas con las cuales potenciar nuestra comprensión de la realidad están aquellas que nos hacen ver algo de nosotros mismos, de nuestra humanidad, que es fundamental para crecer en quienes somos, de una manera cada vez más plena; y, aunque por diversas razones, en distintas circunstancias, las hemos pasado de largo, aun así permanecen. Una imagen de este tipo nos ofrece esa posibilidad a través de la poesía, pues recordemos que toda manifestación poética porta un carácter simbólico y “Lo simbólico es la expresión de algo genuino acerca del modo de ser de los seres humanos en el mundo.” (Mèlich, 2005, p. 67)
El otro más próximo
Dicho lo anterior, prestemos atención a un dato: “Mira a tu alrededor: hay otro, siempre hay otro” (Castellanos, 2020: 116). Y no «el otro» imaginado o abstracto, sino aquel con quien nos encontramos existiendo de manera más próxima: un hijo, un amigo, un compañero de trabajo. Como en Apelación al solitario:
Es necesario, a veces, encontrar compañía.
Amigo, no es posible nacer ni morir
sino con otro. Es bueno
que la amistad le quite
al trabajo esa cara de castigo
y a la alegría ese aire ilícito de robo.
¿Cómo podrías estar solo a la hora
completa, en que las cosas y tú hablan y hablan,
hasta el amanecer? (Castellanos, 2020: 84)
Pero, a veces, tan distraídos por los fulgores repentinos del día a día, o absortos en nuestros pensamientos eruditos, dejamos de advertir a quien tenemos cerca. Tal como Cicerón nos enseña -en el Libro II de Sobre la adivinación– a partir de un dictum que atribuye a Demócrito: “Nadie mira lo que está ante sus pies; escrutan las extensiones del cielo” (1999: 78) En palabras de El otro:
¿Por qué decir nombres de dioses, astros,
espumas de un océano invisible,
polen de los jardines más remotos?
Si nos duele la vida, si cada día llega
desgarrando la entraña, si cada noche cae
convulsa, asesinada.
Si nos duele el dolor en alguien, en un hombre
al que no conocemos, pero está
presente a todas horas y es la víctima
y el enemigo y el amor y todo
lo que nos falta para ser enteros.
Nunca digas que es tuya la tiniebla,
no te bebas de un sorbo la alegría.
Mira a tu alrededor: hay otro, siempre hay otro.
Lo que él respira es lo que a ti te asfixia,
lo que come es tu hambre.
Muere con la mitad más pura de tu muerte. (Castellanos, 2020: 116)
Emulando el inicio de este poema podríamos preguntarnos: ¿por qué es necesario decir otra vez que toda persona es un ser relacional? Pues porque parece que olvidamos que lo somos. Aun más ante la vorágine de tantas voces de aquí y de allá, bastante impersonales por cierto, que nos embelesan con las grandezas de una pretendida autosuficiencia absoluta como la forma de ser de las personas del siglo XXI. Una autosuficiencia que prefiere la muerte antes que verse menguada o, peor todavía, desenmascarada. “El ser autosuficiente carece de necesidades y, en caso de tenerlas, es capaz, por sí mismo, autónomamente, de resolverlas sin tener que solicitar la ayuda del otro”. (Torralba, 2018: 143)
Esto se evidencia en casos concretos y extremos, tales como: la vergüenza de quien pide ayuda a sus familiares, por temor a sentirse juzgado como «necesitado» de algún recurso para la subsistencia, por ejemplo; o la constante ansiedad que termina por debilitar cada vez más al enfermo (que no se puede valer por sí mismo, de manera temporal o definitiva), pero incapaz de recurrir a otro, porque no sabe cómo pedir ayuda, dominado por el imperativo «rascarse con sus propias uñas».
Es tal el temor a la dependencia que incluso cuando uno percibe la vulnerabilidad en su propio ser, trata de disimularla, de fingirla, con tal de evitar la calificación de dependiente por parte de la sociedad. Esta etiqueta se convierte en un estigma, con lo cual finge que es autónomo, porque teme ser marginado y rehusado por parte de la sociedad. El error radica en una visión sesgada del ser humano. (Torralba, 2018: 95-96)
Si esa visión sesgada de quienes somos se presenta bajo la forma de una falsa autosuficiencia ¿en qué consiste entonces una visión realista del ser humano? Digamos desde ya que esa visión, si es verdadera, lo será no sólo para nosotros personas del siglo XXI, sino para todo aquel que participe de esta condición.
El sufrimiento con el otro
Atendamos ahora algo que no es sólo actual, sino permanente en la experiencia humana: el sufrimiento que alguien puede llegar a padecer ante ciertas situaciones difíciles de la vida que, incluso, es recrudecido ante emergencias a nivel personal, familiar, social y global, tal como vivimos ahora con la pandemia provocada por el virus SARS-Cov-2 en la que alguno de los nuestros ha sido víctima mortal y nos hemos tenido que enfrentar a su ausencia. Así como nos dice nuestra poeta en Lívida Luz:
No puedo hablar sino de lo que sé.
Como Tomás tengo la mano hundida
en una llaga. Y duele en el otro y en mí.
¡Ah, qué sudor helado de agonía!
¡Qué convulsión de asco!
No, no quiero consuelo, ni olvido, ni esperanza.
Quiero valor para permanecer,
para no traicionar lo nuestro: el día
presente y esta luz con que se mira entero. (2020: 188)
En el poema recién citado probablemente estamos ante la manifestación artística que remite al doloroso acontecimiento en el que Rosario Castellanos perdió a su hija antes de que naciera, y a quien, por cierto, le dedica el poemario Lívida Luz. En el caso de este poema, quien sufre la pérdida de un ser amado sabe que no está solo, incluso anhela la entereza para seguir viviendo en compañía del otro con quien comparte la pena.
Esta situación que puede vivirse en familia o en comunidad, también puede presentarse -como dijimos- a un nivel más amplio que es el de una sociedad o incluso el de la humanidad entera. Pensemos, por ejemplo, en alguna guerra mundial o localizada en regiones específicas, o en un acto de terrorismo ejecutado por grupos criminales ubicados no sólo en regiones remotas del orbe, sino en la estructura corrupta de un gobierno; o más recientemente en nuestro país, los crecientes casos de feminicidio, entre otras formas de violencia dirigidas hacia las mujeres, pero que nos afectan a todos. Así, una marca de semejante sufrimiento, podemos encontrarla en Memorial de Tlatelolco:
La oscuridad engendra la violencia,
y la violencia pide oscuridad
para cuajar en crimen.
Por eso el dos de octubre aguardó hasta la noche
para que nadie viera la mano que empuñaba
el arma, sino sólo su efecto de relámpago.
Y a esa luz, breve y lívida, ¿quién? ¿Quién es el que mata?
¿Quiénes los que agonizan, los que mueren?
¿Los que huyen sin zapatos?
¿Los que van a caer al pozo de una cárcel?
¿Los que se pudren en el hospital?
¿Los que se quedan mudos, para siempre, de espanto?
¿Quién? ¿Quiénes? Nadie. Al día siguiente, nadie.
La plaza amaneció barrida; los periódicos
dieron como noticia principal
el estado del tiempo.
Y en la televisión, en la radio, en el cine
no huno ningún cambio de programa,
ningún anuncio intercalado ni un
minuto de silencio en el banquete.
(Pues prosiguió el banquete.)
No busques lo que no hay: huellas, cadáveres,
que todo se le ha dado como ofrenda a una diosa:
a la Devoradora de Excrementos.
No hurgues en los archivos pues nada consta en actas.
Ay, la violencia pide oscuridad
porque la oscuridad engendra el sueño
y podemos dormir soñando que soñamos.
Mas he aquí que toco una llaga: es mi memoria.
Duele, luego es verdad. Sangra con sangre..
Y si la llamo mía, traiciono a todos.
Recuerdo, recordamos.
Ésta es nuestra manera de ayudar a que amanezca
sobre tantas conciencias mancilladas,
sobre un texto iracundo, sobre una reja abierta,
sobre el rostro amparado tras la máscara.
Recuerdo, recordemos
hasta que la justicia se siente entre nosotros. (Castellanos, 2020: 296-297)
Ante esto, las armas de la memoria, de la consciencia histórica, de la seria indignación que reclama justicia, se vuelven una forma de tener presente lo que un pueblo ha sufrido, cuidándose así de no volver a vivirlo, con todo y el silencio infame de quien ha perpetrado el crimen y de sus cómplices.
Por eso, educar en la memoria de la trama que nos sitúa en donde ahora estamos, en la época que nos corresponde, es una tarea que no podemos dejar de lado so pena de traer al mundo seres indolentes, ahogados en el presente más inmediato, fugaz, tan ocupados de sí mismos, que nada ni nadie parece tener cabida en su vida -hoy diríamos en la agenda- tan llena de ambiciones individualistas y accesorias; además, con una mentalidad tan cambiante que no alcanza a madurar, a dejar que sedimente la experiencia del paso de la vida. Ese, precisamente, es el «hombre gaseoso» que con tanta frecuencia nos encontramos en este tiempo, de ese hombre y su mundo nos habla el filósofo Francesc Torralba en los siguientes términos:
Vivimos en un universo física y ecológicamente interdependiente, donde ninguna realidad subsiste por sí misma, donde todo está encadenado y forma una gran red. Esa verdad cósmica choca frontalmente contra la mentalidad del hombre gaseoso que aspira a preservar su independencia hasta el final. La sacralización de la autonomía personal entra en conflicto con esta evidencia científica, pero, aun así, el sentido de la individualidad y de la autorealización centrada exclusivamente en el yo, se enfatiza por encima del de la comunidad y de la interdependencia. Esta intolerancia a la dependencia física y psíquica también choca, frontalmente, contra la evidencia antropológica. El ser humano es un ser dependiente, heterónomo y frágil que requiere, necesariamente, de los otros para permanecer en la existencia. (2018: 95)
Y si somos seres que existen en necesaria interrelación con otros ¿qué pasa con el otro, que también sufre, pero que vive esa condena en solitario?
El sufrimiento del solitario
La poesía de Castellanos, especialmente en Monólogo en la celda y en El pobre nos ofrece una imagen nítida de aquellas personas que, de una u otra manera, han tenido que padecer el maltrato, la vejación, el señalamiento flamígero de quienes los creen reducidos en su ser personal, tras haber cometido un error fatal, un mal hacia otra persona; dejándolos morir en vida, al retirarles cualquier gesto que corresponda con su humanidad. Así suena el Monólogo en la celda:
Se olvidaron de mí, me dejaron aparte.
Y yo no sé quién soy
porque ninguno ha dicho mi nombre; porque nadie
me ha dado ser, mirándome.
Dentro de mí se pudre un acto, el único
que no conozco y no puedo cumplir
porque no basta a ello un par de manos.
(El otro es el espacio en que se siembra
o el aire en que se crece
o la piedra que hay que despedazar.)
Pero solo…Y el cuerpo
que quisiera nacer en el abrazo,
que precisa medir su tamaño en la lucha
y desatar sus nudos
en un hijo, en la muerte compartida.
Pero solo…Golpeo una pared,
me estrello ante una puerta que no cede,
me escondo en el rincón
donde teje sus redes la locura.
¿Quién me ha encerrado aquí? ¿Dónde se fueron todos?
¿Por qué no viene alguien a rescatarme?
Hace frío. Tengo hambre y ya casi no veo
de oscuridad y lágrimas. (2020: 183-184)
De aquí se desprende otra visión verdadera, no sesgada del ser humano: toda persona es valiosa en sí misma, a pesar de que parezca lo contrario. Y en este poema una evidencia notoria de ello es que, aun el sentenciado que ha sido refundido en la cárcel, clama con lágrimas la presencia de los otros, a través del cuestionamiento por que no están, por que lo han dejado solo.
Por otra parte, hay quienes nos enseñan a comprender la contrariedad (muy humana también) que puede significar para algunos decir que toda persona porta consigo una promesa de bien, de esperanza, desde el momento de su nacimiento; a manera de ejemplo, pensemos en la madre cuya hija ha sido asesinada y pregunta con un tono demandante: “¿entonces se supone que el hombre que mató a mi hija debe ser tratado con dignidad, porque es una persona que vale por sí misma?” Esta cuestión tan difícil de aceptar puede ser una señal de la necesidad que tenemos de educarnos unos a otros en el significado sobre el sentido profundo que lleva consigo todo vida humana.
Centrémonos ahora, por un momento, en aquel que ha llegado a ser invisibilizado por no tener los recursos materiales suficientes no ya para vivir decentemente, sino para ofrecer un rédito al «dios mercado». Así nos dice El pobre:
Me ve como desde un siglo remoto,
como desde un estrato geológico distinto.
Del idioma que algunos atesoran
le dieron de limosna una palabra
para pedir su pan y otra para dar gracias.
Ninguna para el diálogo.
El domador, con látigo y revólveres,
le enseña a hacer piruetas divertidas,
pero no a erguirse, no a romper la jaula,
y lo premia con una palmada sobre el olmo.
Aunque son tantos (nunca se acabarán, prometen
las profecías) cada uno
cree que es el último sobreviviente
-después de la catástrofe- de una especie extinguida.
Allí está; receptáculo
de la curiosidad incrédula, del odio,
del llanto compasivo, del temor.
Como una luz nos hace cerrar violentamente los ojos y volvernos
hacia lo que se puede comprender.
Nadie, aunque algunos juren en el templo, en la esquina,
desde la silla del poder o sobre
el estrado del juez, nadie es igual
al pobre ni es hermano de los pobres.
Hay distancia. Hay la misma extrañeza interrogante
que ante lo mineral. Hay la inquietud
que suscita un axioma falso. Hay
la alarma, y aun la risa,
de cuando contemplamos
nuestra caricatura, nuestro ayer en un simio.
Y hay algo más. El puño se nos cierra
para oprimir; y el alma
para rechazar lejos al intruso.
¡Qué náusea repentina
(su figura, mi horror)
por lo que debería ser un hombre y no es! (Castellanos, 2020: 188-190)
Por primera vez en esta serie de reflexiones en torno a la filosofía en la poesía de Rosario Castellanos tomémonos el atrevimiento de re-elaborar una imagen de nuestra poeta y cuestionemos: ¿por qué hay distancia entre el pobre y quien lo mira, aunque luego voltee inmediatamente la cabeza? Quizás el supuesto detrás de esa distancia, de que nadie es igual al pobre por mucho que lo declare, es el siguiente: no hay ninguna posibilidad de un acercamiento fraterno entre el pobre y el que no lo es. Pero ¿esto es cierto? ¿Qué es lo que nos enseña la experiencia? ¿Vivimos necesariamente encerrados en nuestra pequeña esfera de relaciones?
Nosotros consideramos que no, porque si hay otra imagen verdadera de lo humano es que todos somos hermanos en la indigencia, en la mendicidad de un Bien más grande, de un Amor más pleno en nuestras vidas, que no se colma con los bienes de este mundo. Es claro que se trata de formas de pobreza distintas, una de tipo material y hasta espiritual, pero aquella que nos hace «hermanos en la mendicidad», nos parece que es una más fundamental, puesto que nos constituye -junto con otros elementos- en nuestra humanidad. Pero, posiblemente, el que ya no lo reconozcamos es otro efecto más de esta época crítica que vivimos.
En cuanto homo mendicans, el ser humano puede también definirse como un ser de necesidades. La necesidad, como la limitación y la carencia, se oculta en la sociedad gaseosa, porque choca contra el arquetipo masculino y femenino que preside el imaginario social. (Torralba, 2018: 143)
Ahora bien, los fundamentos antropológicos e incluso teológicos de tal mendicidad no es tema de una reflexión como esta. En todo caso, siempre tendremos de nuestro lado la inteligencia de quien sabe preguntar a la realidad desde la experiencia personal. A menos que, como El Encerrado, prefiramos no hacerlo:
Cara contra los vidrios, fija, estúpida,
mirando sin oír.
Aquí afuera sucede lo que sucede: algo.
Relampaguea una nube, se alza un ventarrón,
sobre una marejada
o una llanura queda quieta bajo la luz.
Las especies feroces devoran al cordero.
El látigo del fuerte
chasquea sobre el lomo del miedo y la cadena
del opresor se ciñe a los tobillos
de los que nunca ya podrán danzar.
Uno persigue a otros, lo alcanza, lo asesina.
Y tú presencias todo,
maravillado, ajeno, sin preguntar por qué. (Castellanos, 2020: 182-183)
A modo de cierre de esta exposición, prestemos atención a lo que nos dice Castellanos sobre «lo social» -cuando nos muestra un poco de su itinerario personal que le llevó desde “la más cerradas de las subjetividades” hasta salir de sí misma (por cierto, pasando por la caída de ciertos pre-conceptos esquemáticos sobre la pareja)-:
(…) es el ámbito en que el poeta se define, se comprende y se expresa. El zoon politikon no alcanza tal categoría si no compone una cifra mínima de tres. Aun en los Evangelios, Cristo asegura que dondequiera que dos se reúnen en su nombre vendrá el espíritu divino para rescatarlos de su soledad. (2017: 173)
Así que la relación interpersonal que no se encierra en sí misma, resalta en su importancia al ser generativa de otras realidades, que fructifica, por ejemplo, en la presencia de otra persona, abierta al nacimiento, a la novedad que significa la llegada de alguien. Tal como nos dice Poesía no eres tú:
Porque si tú existieras
tendría que existir yo también. Y eso es mentira.
Nada hay más que nosotros: la pareja,
los sexos conciliados en un hijo,
las dos cabezas juntas, pero no contemplándose
(para no convertir a nadie en un espejo)
sino mirando frente a sí, hacia el otro.
El otro: mediador, juez, equilibrio
entre opuestos, testigo,
nudo en el que se anuda lo que se había roto.
El otro, la mudez que pide voz
al que tiene la voz
y reclama el oído del que escucha.
El otro. Con el otro,
la humanidad, el diálogo, la poesía comienzan. (2020: 311)
Referencias bibliográficas
Castellanos, R. (2017). Juicios sumarios: ensayos sobre literatura II. FCE – Fondo de Cultura Económica.
Cicerón. (1999). Sobre la adivinación. (Trad. Ángel Escobar). Gredos.
Mèlich, J. (2005). Del símbolo, En: Bárcena, F. y Larrosa, J. Entre pedagogía y literatura. Miño y Dávila. Recuperado de https://elibro.net/es/ereader/bibliouaq/94318?
Torralba, F. (2018). Mundo volátil. Cómo sobrevivir en un mundo incierto e inestable. Kairós.