Los temas centrales de la política mexicana en los próximos días serán las elecciones federales del 1 de julio de 2012, sus resultados y los posibles conflictos post-electorales. Sin embargo, más allá de estos asuntos inmediatos se encuentran problemas de tipo estructural, entre los que destaca la relación entre la política y la administración pública. La primera es representada por las personas que ocupan puestos de elección popular, o los que son nombrados directamente por éstas. La segunda se compone por el staff de las agencias gubernamentales que, perteneciendo o no a un servicio civil profesional de carrera, tiende a mantenerse en su puesto a pesar de los cambios políticos.
El modelo “canónico” de Max Weber presupone una administración pública que funciona mayormente bajo la lógica de los criterios técnicos, subordinada a la dirección de políticos elegidos democráticamente. Esto parece implicar que los gobernantes timonean un proceso de priorización de problemas públicos que incluye diagnosticar racionalmente de acuerdo a lo prometido en la campaña, planear considerando los recursos disponibles, implementar los programas y evaluar constantemente sus resultados. Sin embargo, este modelo ideal siempre ha sido ajustado de acuerdo a los diferentes contextos, muchas veces cuestionándolo de raíz. En efecto, a pesar de la elegancia y simplicidad de esta propuesta, es evidente que las relaciones entre la administración y la política son siempre complejas y están marcadas por el conflicto.
El ejemplo clásico es el “modelo de Westminster” en el Reino Unido. En éste se presupone que las relaciones entre la administración y la política serán más o menos complementarias dado que: a) el partido ganador en las elecciones tiene mayoría legislativa en el Parlamento, en la Cámara de los Comunes; b) que los Ministros, quienes realizan funciones ejecutivas, son escogidos del mismo partido mayoritario, asegurando que tendrán las leyes necesarias para avanzar su agenda política; c) y que la administración pública está regida por criterios técnicos o de “necesidades objetivas” ya que éste está profesionalizado. Según esta lógica la administración pública tiene cierta autonomía pues, no importando quien gane las elecciones, siempre será necesario tener agua potable, alumbrado, bomberos y policías de buena calidad. De hecho, el Reino Unido tiene servicios públicos muy antiguos, como el Correo Real que se abrió al público general en 1635.
Sin embargo, en la práctica, el modelo de Westminster no funciona sin tensiones importantes. Autores como R. A. W. Rhodes han argumentado que los Ministerios muchas veces no obedecen a su cabeza formal (el Ministro miembro del Parlamento), sino a lógicas de “redes de política pública” o “subgrupos”. Los administradores públicos de muy alto nivel (llamados “Mandarines” por los analistas políticos) a veces privilegian los intereses de los usuarios o “clientes” de los servicios, las empresas privadas involucradas en éstos, y los niveles intermedios de la administración por encima de la agenda política de los Ministros. La lógica de las redes o subgrupos introduce resistencias a los cambios, y obedece a la cultura procedimental que existe en la administración pública. Para bien y para mal, esta resistencia siempre es encontrada por gobernantes y es fuente de conflictos. Esto es evidente cuando, como en el caso de la Secretaría de Educación Pública de México, las decisiones del Secretario dependen de la anuencia, al menos implícita, del Sindicato Nacional de los Trabajadores de la Educación.
En el contexto de las elecciones, las lógicas propias de la administración pública serán un elemento a considerar al momento de cambiar la agenda de gobierno. Estamos acostumbrados a ver a la burocracia como obstruccionista al cambio y la innovación, cuando en realidad algunos de los programas implementados a nivel municipal sugieren que es posible lograr mejoras combinando la seguridad de los derechos laborales adquiridos, con algunos incentivos para la productividad. Lograr la combinación adecuada siempre es un reto: necesitamos administraciones públicas a) confiables, por lo que los procesos burocráticos deben ser estables; b) productivas, i.e. innovadoras en el marco de los recursos disponibles; y c) capaces de dar respuestas a las demandas ciudadanas.
Estos retos han sido reconocidos por la ONU al establecer el “Día de las Naciones Unidas para la Administración Pública”. Como argumenta su Secretario General, Ban Ki-moon, “ya se trate del cambio climático, la crisis económica, el desempleo, las pandemias sanitarias o la erradicación de la pobreza, los funcionarios y la buena gobernanza a menudo son la primera línea de defensa”. Los mejores administradores públicos “encarnan los elementos fundamentales de la buena gobernanza: integridad, participación ciudadana, respeto de la diversidad y la igualdad de género, y una gestión efectiva de los conocimientos, en particular mediante el uso de tecnologías modernas”. En efecto, los buenos servidores públicos “aceptan las responsabilidades de prestar servicio a la humanidad y contribuyen a la excelencia y la innovación de las instituciones de la administración pública”.
Gane quien gane las próximas elecciones federales, este reto sigue estando en pie.