Por Ramón Díaz|
Entre las muchas concepciones de educación que he leído a lo largo de mi vida y de mi preparación intelectual, la que más me ha ayudado a entender la complejidad y la riqueza de este fenómeno ha sido la que encontré en el pensador italiano Luigi Giussani. En el libro más famoso que tiene sobre este tema —Il rischio educativo (Rizzoli, Milano, 2005)— dice la que educación no consiste en otra cosa que en introducir a otra persona “en la realidad”. Sin embargo, a continuación añade que esta tarea será tanto más lograda si esta introducción de la otra persona es a la “realidad total”.
Estas afirmaciones de Giussani son sencillas. Incluso, me atrevería a decir que son abrumadoramente sencillas; tanto, que corren el riesgo de sonar obvias, si no es que hasta banales o ramplonas. Pero, como decía Romano Guardini (2003), el peligro de expresiones como estas es que su obviedad o aparente banalidad pueden ser a la larga la cobertura de su importancia y profundidad. Por es necesario meditarlas con detenimiento, considerarlas con atención, rumiarlas con tranquilidad; sobre todo, es importante confrontarlas con la experiencia y, por lo tanto, con la vida misma, para entender su alcance.
Ahora que las condiciones externas de la vida me dan las posibilidades de hacer precisamente esto —estamos en el retiro forzado por la mundial emergencia sanitaria— he vuelto por enésima vez a estas palabras y he descubierto cosas sorprendentes, que siempre han estado allí pero que ahora resuenan en mi interior con acentos nuevos. A continuación, enuncio con simplicidad las cosas vistas, por si son de utilidad para alguien más, además de a mí.
I
Si, por un lado, un niño es metido por el nacimiento en un mundo de numerosas cosas, donde él mismo pasa a formar parte como una más de éstas, por el otro, la educación es la introducción de este niño a la realidad que asoma en estas cosas que, además, le permite la aprehensión de su ser como una realidad única e irrepetible. Mientras que la primera acción es un hecho tan sólo biológico y psicológico (dicho simplistamente), la segunda acción es un acontecimiento eminentemente espiritual y, por lo mismo, humano, antropológico.
Al nacer, el niño pasa del ámbito cerrado y oscuro del seno materno al espacio abierto y traslúcido de las cosas; el acto natural de la madre de dar a luz lleva al pequeño a enfrentarse al complejo de tales cosas, al entramado de relaciones y sucesos que conforman lo que llamamos mundo. Para el pequeño, este acto natural de la madre es insuficiente, porque de esta manera el mundo se presenta como un todo macizo ante sus ojos, una mole inmensa de diversas cosas difícil de penetrar pero, sobre todo, de abarcar con la mirada. Es aquí donde surge la importancia de la educación como introducción a la realidad y no a un mundo de cosas y sucesos. Como primer gesto, esta introducción a la realidad se da cuando la madre recibe al niño entre sus brazos y comienza después a indicarle con sus dedos cada cosa que encontrará en el mundo.
II
Introducir a un niño a la realidad implica, simultáneamente, llevarlo a la “comprensión” del significado de las cosas; de lo contrario, el niño jamás superará el impacto traumático que la experiencia del nacimiento deja impreso en su psiquismo. Además, correrá el peligro de que sea una penetración parcial del mundo en lugar de ser una introducción a la realidad como “totalidad”, porque hay el peligro siempre de mirar las cosas como medios para ciertos objetivos (utilitarismo) o como amenazas posibles para su integridad corporal o salud psíquica (alarmismo).
Cuando al niño se le presentan las cosas no sólo como unidades físicas, compactas, en relación recíproca con otras, para qué pueden usarse o cómo hay que cuidarse de ellas, sino también se muestran como preñadas de hondo significado y profundo sentido, se abre para éste la posibilidad de “habitar” o “morar” en ellas como en su segundo seno en el cual es nuevamente engendrado y generado en su ser, hasta alcanzar su auténtica estatura humana. Este espacio o “morada”, como es obvio, no es de ninguna manera una circunscripción espacial o temporal de cosas, sino el ámbito donde estas cosas se “abren” para el niño en su inteligibilidad inagotable; es decir, es el espacio o “morada” de la verdad, del bien y la belleza que cada una y en conjunto le reportan.
III
Ahora bien, una introducción a la realidad de esta manera no es una actividad puramente intelectual: ¡el niño aun no está en condiciones de tales elucubraciones! Por lo mismo, no basta con una mera comunicación de conceptos o presentación de definiciones, porque de esta manera se reduce la educación del pequeño a una forma de relación con las cosas siempre extraña, es decir, a mirar el entorno desde “lejos”, ajeno a la percepción de su propio significado, cuyo único puente de unión es el esfuerzo de la memoria que conserva y después repite lo enseñado, pero no la intimidad de su ser que valora y comprende lo que se mira y donde él mismo se pone en juego.
Por esa razón, la presencia de la madre juega un papel decisivo para un niño en la introducción a la “realidad”, en la comprensión de su “totalidad”. Porque es a la luz de esta presencia como el niño aprende a “morar” entre las cosas. Esto quiere decir que la relación del niño con la realidad nunca es directa, inmediata, sino que es encontrada, propuesta, tamizada por la presencia de la madre. Es así como se asientan los dos ejes primordiales de la educación: una “presencia” y una “propuesta”; en síntesis, un encuentro logrado gracias a otra realidad humana: la madre.
“El niño aprende a ver el mundo a través de los ojos de su madre”, escribía el poeta francés Charles Péguy (1945). Lo único capaz de volver significativo el entramado de cosas que llamamos mundo para un niño, no es su esfuerzo personal de penetración intelectual, de reflexión minuciosa sobre hechos y sucesos, sino “los ojos de su madre”. Para el niño, esos ojos no son “otras cosas más” en el ámbito del mundo, sino la compañía excepcional que le ha sido dada para adentrarse en éste. De esa mirada es de donde brotan las cosas preñadas de sentido, emergen las palabras que las llaman por su nombre; esto es, su significado. Pero lo pueden hacer porque no son ojos que están puestos nada más sobre dichas cosas; también están dirigidos a los ojos del pequeño, a su mirada. El niño se encuentra con las cosas cuando sus ojos se cruzan con los ojos de su madre; descubre el significado de cada una y de todas juntas en la mirada de ella.
Porque existe esa mirada, además, el niño se sabe “com-prendido”, esto es, tomado en la totalidad de su ser, de su valor, de su significado y de su destino únicos. Es acogido precisamente como “hijo”. Por ello se entiende que el niño pueda también “com-prender” el significado y la totalidad de la “realidad”, porque de antemano acoge, asimismo, la mirada de esa presencia en su mirada: el ser, el valor, el significado y el destino de una madre, de “su” madre.
IV
Cuando al niño no se le permite vivir en la libertad de esa presencia que lo mira (el juego de miradas es siempre “libertad” inextinguible, un ir y venir infinito de unos ojos a los otros a pura voluntad) se le arroja a la realidad completamente inerme, desprotegido; de ahí que ya no sepa después por qué está en medio de tantas cosas que reclaman su presencia y a las que no sabe responder adecuadamente. Además de absurdo, es por completo pretensioso querer reducir el trabajo educativo sobre un niño a planes y proyectos; todavía más: a técnicas novedosas de enseñanza-aprendizaje. Para una madre el niño nunca es proyecto o técnica, sino su hijo. Esto es, un destino puesto entre sus manos.
Referencias bibliográficas:
- Cf. Guardini, Romano, Die Annahme seiner selbst, Matthias Grünewald, Mainz, 2003.
- Cf. Péguy, Charles, Le mystère des saints Innocents, Mermod, Lausanne, 1945.