De la empatía a la compasión y la misericordia

 

Por José Miguel Ángeles de León

 

¿Qué nos impulsa a donarnos gratuitamente a nuestros prójimos? ¿Cuáles son las fuerzas internas que se mueven en nuestra voluntad a tal grado de renunciar a nuestra comodidad, a nuestro tiempo? Sin duda, no son preguntas con una respuesta fácil. Algunos podrían apelar a una suerte de filantropía humanista que nos conduce a aceptar el deber de buscar el bien de los demás; otros, a la responsabilidad con el prójimo que sufre, que se nos revela en dolor encarnado, en el rostro lacerado que nos exige una respuesta, que nos demanda la no-indiferencia; otros, a una gracia venida de lo alto que nos exige la donación de nosotros mismos, como en una especie de vaciamiento, que intenta retribuir y repartir los bienes inmerecidos recibidos. En este breve ensayo daremos algunas pinceladas sobre el trasfondo de la donación gratuita.

Las respuestas a las preguntas que hemos planteado en el párrafo anterior (que tienen que ver con posibilidad de la salida gratuita de uno mismo), sin duda, son el tema central de la ética (que nosotros no distinguimos de la moral) en correspondencia con la realidad en la que el bien verdadero discernido que nos demanda un “vivir correcto” (o bien vivir), es decir, en relación con la realidad. La ética sin tal salida gratuita que venza la autorreferencialidad (trascendentalidad), y que nos conduzca a la intersujetividad (es decir, la experiencia común, y por ende real, con otros seres conscientes), que a su vez corresponde con el buen vivir, que es el camino del bien verdadero, la ética quedaría reducida al deber o al deseo humano (utilitarista o voluntarista) de realizar el bien de prójimo, según ciertas acepciones del bien común. A tal salida gratuita que supera la autorreferencialidad y que nos conduce a la intersujetividad le podemos llamar trascendentalidad. Según Xavier Zubiri (1979), la trascendentalidad se realiza en tres momentos: la suidad, la mundanidad y la respectividad. Por suidad, Zubiri entiende que el sujeto que experimenta no sólo tiene realidad objetiva (mundanidad), sino también una realidad formalmente “suya” que juzga como la única realidad; a esta dimensión también se le ha llamado “subjetividad”; por mundanidad, comprende la apertura al mundo (que es la apertura a la realidad) que trasciende la suidad, lo que por ende implica la aceptación de una realidad que trasciende la subjetividad, es lo que en otro lenguaje podríamos llamar objetividad; y por respectividad, que es la categoría trascendental zubiriana más relevante para la ética, que no es la relacionalidad, pero que es lo que la posibilita, comprende la apertura a la realidad (mundanidad) que es donde se encuentran otras realidades (suidades), que es lo que implica, viéndolo ya en términos relacionales-trascendentales, la apertura a otras realidades dentro de una misma realidad, es decir, la intersubjetividad.

Por ende, si es que seguimos a Zubiri, la ética debería estudiarse desde su trascendentalidad, que es la condición ontológica que exige un compromiso con la realidad, y que sirve de fundamento no sólo de la existencia de un bien concreto, sino también del buen vivir, de los valores (axiología) y del deber (deontología), conforme a la realidad donde subsisten más allá de la suidad. Tal como sea la visión que se tenga del fundamento ontológico de la ética, serán los compromisos, deberes y responsabilidades que se sigan de ella. Por ende, el estudio de la ética comenzaría por la ubicación del sujeto (suidad) ante la realidad (mundanidad) que se pregunta sobre el bien y que, sin más, se experimenta siempre en una relación activa permanente con otros particulares (respectividad), que es la culminación de la trascendentalidad.

Yendo más allá de Zubiri, esos otros particulares, que pueden ser otros seres vivos o cosas (mundo), si es que se ha hecho la pregunta sobre el bien, demandan una relación precisa conforme al bien como respuesta a la realidad. Y así, en la experimentación de lo real, vamos juzgando y actuando conforme a nuestra suidad en relación con la mundanidad y la respectividad, que no siempre se corresponden con nuestros deseos y pasiones. Si seguimos a Luigi Giussani (1992) con categorías zubirianas, el sentido de la educación sería orientar nuestra acción (que sería consecuencia de la suidad) conforme a la apertura a la respectividad (la realidad donde están otras suidades). Para Giussani el sentido de la educación es introducir a la persona en la realidad, para que posteriormente pueda responder conforme a tal orden (1992).

Cuando nos preguntamos educadamente sobre el cómo y el por qué de la relación con otro, que es la apertura a la respectividad, comienza la experiencia ética; y a ello le podemos llamar consciencia. Sin embargo, la mera consciencia no nos garantiza vivir conforme a la realidad. Por ello, siempre es preciso examinar nuestra relación con el/lo otro (respectividad), según nuestras experiencias del bien y de la verdad (suidad), que como ya hemos dicho, se van forjando en la experiencia de la interacción y relación con los otros en la realidad (toda experiencia consciente es un acto trascendental); a la suma de tales actos trascendentales, aunados al examen consciente de los mismos, le podemos llamar vida consciente. La vida y su respectivo examen consciente nos va develando el valor de cada otro orientado a la realidad; a ese valor que se deduce de la realidad le podemos llamar dignidad. Por lo tanto, la dignidad sólo se puede reconocer cuando se experimenta conscientemente una realidad que trasciende la suidad (relacionalidad); este reconocimiento implica un compromiso en el actuar con tal otredad que se revela como una conciencia que impera un temple particular según su condición ontológica, que no depende de la suidad, sino de la respectividad; a esta categoría le podemos llamar respeto. En la respectividad el otro es más que un dato de la consciencia, es una realidad concreta que demanda un actuar determinado conforme a su valor.

Sin embargo, el mero reconocimiento consciente de la dignidad del otro no implica de suyo el respeto según su condición ontológica, ni mucho menos, la orientación de nuestras acciones conforme al respeto de la misma; que es lo que podemos llamar responsabilidad, y cuando se conduce conscientemente al deber, se torna en compromiso. La orientación de las acciones concretas desde la suidad conforme a la realidad (relacionalidad) (responsabilidad, o compromiso si se torna un deber) implica una educación de la voluntad y de la libertad. Arduo proceso que aquí no desarrollaremos, pero que sin duda es la experiencia trascendental más definitiva para la consciencia.

La empatía, del griego ἐμπάθεια, etimológicamente significaría entonces, “en la pasión”, y llanamente podría invitarnos, simplemente, a salir de la suidad y figurarnos en otras realidades. Sin embargo, si tal figuración no es realmente un acto trascendental, es decir, que no es un fuga real de la suidad, no hay respectividad, y por lo tanto no hay relación con la realidad. En la realidad, por ejemplo, el sufrimiento, el dolor o la pena no son figuraciones, sino condiciones concretas que padecen sujetos concretos. Tales padecimientos, al ser reales, siempre son encarnados. Si bien es posible que los padecimientos no sean del todo experimentables en nuestra suidad (que siempre es encarnada), sí podemos responsabilizarnos e inclusive comprometernos con la suidad de los otros que padecen. Y tales responsabilidades o compromisos implican acciones concretas que dependen del reconocimiento de la dignidad de los otros que padecen.

El problema con la empatía es que tales reconocimientos, respetos, responsabilidades, e inclusive compromisos, pueden experimentarse como meros datos conscientes, pero que de suyo no implican un actuar concreto, es decir, una práctica. La empatía corre el riesgo de ser un mero dato más en la consciencia, respecto del padecer de un otro concreto encarnado. Si bien es claro que el término empatía no siempre significa lo que ya hemos descrito, en ocasiones, sobre todo desde el psicologismo, es abordada así. Este riesgo es mayor cuando la empatía depende del deber y no de actos libres y conscientes, por ende, reales al ser la experiencia condición necesaria de los mismos. Por ejemplo, el DSM-V incluye diversos trastornos de la personalidad vinculados con la empatía (APA, 2013). Sin embargo, ahí, la empatía se entiende como una condición de mero reconocimiento consciente, no de una responsabilidad o de un compromiso encarnado con los otros, que implique acciones gratuitas. Quizás el problema con la empatía, a la luz de la respectividad zubiriana, es que puede no ser gratuita; la gratuidad es condición necesaria para el respeto de otras suidades.

Por lo tanto, quizás sea necesario introducir otras categorías distintas a empatía para diferenciar su uso de las propuestas psicologístas. Una categoría útil sería la de compasión. Compasión, del latín cumpassio, que es un calco semántico del vocablo griego συμπάθεια, significa literalmente “padecer juntos”. La compasión, a diferencia de la empatía, siempre implica una carne que padece, un padecimiento situado y concreto que se acompaña, por ende, encarnadamente. Para la compasión, la caridad es condición necesaria. Por caridad comprendemos el acto de entrega gratuito y desinteresado orientado al bien concreto del prójimo. Por ende, la compasión no se puede entender sin una acción concreta de donación gratuita. Bajo este criterio, la compasión siempre cumpliría con la condición, siguiendo la terminología de Zubiri, de la suidad en relación con la respectividad. Sin embargo, la compasión volcada en acciones encarnadas, podría estar restringida a los actos caritativos con los otros más próximos donde por afectividad inmediata existen responsabilidades y compromisos más directos y evidentes.

La máxima culminación de la compasión se haría patente en la misericordia, que sería la posibilidad de compadecerse gratuitamente de los padecimientos ajenos. Por ajenos excluimos los padecimientos de aquellos que nos son más próximos, que son con quienes existe un lazo afectivo inmediato. La misericordia está conducida a todo aquél que sufra, a todo aquél que tenga una necesidad; y por ende, al estar siempre dirigida a un otro concreto, encarnado, siempre es una acción concreta. Siempre es una acción encarnada para un otro encarnado.

El voluntariado, comprendido como una obra de caridad corporal e inclusive espiritual, es una de las expresiones más plenas de misericordia. Esto es así porque cuando un acto es voluntario surge gratuitamente desde la libertad, y por lo tanto trasciende a la empatía y a la compasión porque se realiza por un movimiento del alma que es mera entrega afectada por el desinterés, en este caso en solidaridad con el otro que sufre; sin importar si tenemos un lazo afectivo con aquél o no. La misericordia puede ser comprendida como una gracia, pero secularizada también comprenderse como aquellos actos humanos voluntarios en los que impera la entrega voluntaria gratuita y desinteresada, por simple caridad. Desde luego, desde la fe, la misericordia se comprende analógicamente desde las gracias que Aquél tiene con sus criaturas. Y en esta misma perspectiva, los actos voluntarios de misericordia, tomando en cuenta la dimensión sobrenatural, serían una prueba de que la gracia divina obra sobre la naturaleza.

Sea como sea, nuestra condición participa de tales afecciones que nos conducen al encuentro con el otro, y si bien los motivos de tal conducción al encuentro no son del todo racionales, sí son perfectamente humanos; son el reflejo de nuestra afectividad que se compromete con los padecimientos ajenos. El voluntariado encarna estas cualidades y capacidades plenas que están en nosotros, que son la donación gratuita, y sobre todo, nuestras potencias de amar y servir. Evidentemente, esto implica una conversión afectiva permanente hacia la gratuidad comprometida con el bien concreto y encarnado ajeno.

 

 

Referencias

 

  • American Psychiatric Association. (2013). Cautionary statement for forensic use of DSM-5. In Diagnostic and statistical manual of mental disorders (5th ed.). Washington, DC: American Psychiatric Association
  • Giussani, L. (1992) Educar es un riesgo. Madrid, Ediciones Encuentro.
  • Zubiri, X. (1979) “Respectividad de lo real”. Realitas. III-IV, 14-43.