En torno al Día Mundial de la Filosofía

 

Por: José Miguel Ángeles|

 

El 29 de julio de 2005 la Conferencia General de la UNESCO proclamó el a Mundial de la Filosofía, que se celebra cada tercer jueves del mes de noviembre de cada año. Dice tal proclamación:

 

La filosofía, en busca de la sabiduría:

 

La filosofía es el estudio de la naturaleza de la realidad y de la existencia, de lo que es posible conocer, y del comportamiento correcto e incorrecto. Proviene de la palabra griega phílosophía, que significa «el amor a la sabiduría». Es uno de los campos más importantes del pensamiento humano, ya que aspira a llegar al sentido mismo de la vida.

Muchos pensadores afirman que el «asombro» es la raíz de la filosofía. De hecho, la filosofía proviene de la tendencia natural de los seres humanos de sentirse asombrados por sí mismos y por el mundo que les rodea.

La filosofía nos enseña a reflexionar sobre la reflexión misma, a cuestionar continuamente verdades ya establecidas, a verificar hipótesis y a encontrar conclusiones. Durante siglos, en todas las culturas, la filosofía ha dado a luz conceptos, ideas y análisis que han sentado las bases del pensamiento crítico, independiente y creativo.

Para la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), la filosofía proporciona las bases conceptuales de los principios y valores de los que depende la paz mundial: la democracia, los derechos humanos, la justicia y la igualdad. Además, la filosofía ayuda a consolidar los auténticos fundamentos de la coexistencia pacífica y la tolerancia.

 

 

Desde luego celebro que la UNESCO al menos visibilice a la filosofía al celebrarla un día. Asimismo comparto la generalidad desde donde pretenden “atrapar” lo que sea filosofía para que ella sea digna de reconocimiento. Sobre todo la mención al “asombro” como un punto de partida, aunque se diga que hay una “tendencia natural” humana a ello. Ahí encuentro un eco de la oración con la que comienza la Metafísica de Aristóteles: “Todos los hombres por naturaleza desean saber”. De lo que podríamos inferir esto: “Todos los hombres desean la sabiduría”. Bajo este criterio, todos los hombres seríamos “filósofos”. Si entendemos la filosofía como una simple tendencia (“filia”) a la sabiduría. En la declaración de la UNESCO me parece que hay un equívoco evidente cuando se habla de “amor a la sabiduría”, sin cuestionar qué implica tal noción de amor y si puede ir más allá de la mera filia.

 

Esto nos conduce a una pregunta más seria, ¿es suficiente con el asombro para ser filósofo? Quizás así lo sea, pero es preciso que la “filia por la sabiduría” tienda a la sabiduría, pero quizás el filósofo no pueda quedar satisfecho con ser un simple “amateur de la sabiduría” (amateur en el sentido de “amador”) y precise, quizás algún día, ser sabio.

 

Luego, la cuestión central de la filosofía no es entonces el asombro mismo o la “proporción de bases conceptuales de los principios”, como anuncia la declaración de la UNESCO, sino la imperante búsqueda por la sabiduría. ¿Y qué es la sabiduría? He ahí el inicio de la aventura filosófica. Aventura que, sin duda, se nubla cuando se renuncia a su fin (la sabiduría), cuando se reniega del hallazgo de la verdad, del bien y de la belleza. Trascendentales que, como tales, nos rebasan. El pensamiento crítico sólo es crítico bajo la luz de la sabiduría. Bajo aquella inquietud que cimbra y nos obliga a trascendernos a nosotros mismos, inclusive a nuestro propio asombro.

 

En el prólogo a Temor y temblor, Johannes de Silentio (seudónimo de Kierkegaard) anuncia que en su época “se ha organizado una verdadera liquidación no sólo en el mundo de los negocios, sino también en el de las ideas”. La época de este texto es 1843, y hoy, más que nunca, el “precio de las ideas” resulta igualmente irrisorio. Desde la filosofía suele acusarse de “ideas de remate” a “sabidurías” como la de los libros de superación personal o el coaching, pero ¿la filosofía “formal” (la académica), no es parte de ese mismo remate? Si la filosofía no nos encamina a tal sabiduría del ser (donde se pretende comprenderse al mundo y a uno mismo), entonces ¿a dónde nos conduce tal “amor”?

 

La filosofía es un ejercicio intelectual riguroso que nos demanda, entre muchas otras cosas, pero quizás la más importante entre todas ellas, un compromiso existencial ante algo que queremos comprender y abarcar pero que nos rebasa, que nos exige salir de nosotros mismos y estar abiertos a los acontecimientos, principalmente a aquellos que nos trascienden y nos muestran, de nuevo, ese “asombro originario”; porque en ellos encontramos verdad, bien y belleza. Lo que no implica una renuncia a la erudición y al regocijo en la pedacería, donde sin compromiso existencial, a veces torna a la filosofía, vanidad de vanidades. La filosofía a veces encuentra y nos cimbra, y nos llama a nuevos horizontes, porque la empresa filosófica siempre nos deja insatisfechos con los hallazgos que de ella surgen, porque siempre quedan cabos sueltos. Aunque a veces de la pedacería, de toda la miscelánea filosófica, se hayan o se encuentran ideas que nos sitúan en el vértigo de nuestra propia existencia, que surge cuando nos percatamos de que la ignorancia parece eterna, pero que en muchas ocasiones es iluminada por aquellos chispazos que de pronto saltan. Y tales chispazos, en una suerte de “verdad subjetiva” y trascendental que han sido hallados, de nuevo nos llaman y de nuevo nos conducen, con nuevas certezas (que casi siempre son temporales) otra vez, a hacer  filosofía. Esto nos muestra su perennidad que, sin esperanza de volver a hallar, desgraciadamente suele devenir en desesperación. Desgraciadamente esto se encuentra frecuentemente en la filosofía, sobre todo en la filosofía académica; aunque ella diga, casi siempre,  haber renunciado a tal búsqueda y que se conforma con su “aportación social y científica”.

 

Desgraciadamente la filosofía, porque en ella, si se toma con compromiso existencial, a veces se juega el todo o nada, y no siempre (gracias a Dios) nos conduce a aceptar que desde ella se crean conceptos en pos de la “paz mundial”, la democracia, los derechos humanos, la igualdad y la justicia, como señala la declaración. La filosofía ante todo es sospecha; la filosofía (la empresa por la sabiduría) es temor y temblor, es incertidumbre, pero nunca dolor, ni esfuerzo inútil. Pero también es esperanza. La filosofía es paradoja. Todo filósofo debería ser también filólogo (amigo de la palabra) y, sobre todo, filócala (amigo de la belleza). Y ahí es desde donde crea, y desde donde, a veces, convence. ¿Y convencer es el “triunfo” del filósofo?

 

La búsqueda “trascendental” del filósofo (que también es filólogo y filócala), abierta a los acontecimientos, desde luego, no se debe confundir con ese horrible género literario, que por costumbre llamamos “filosofía” (género literario, por cierto, en la mayoría de los casos, estilísticamente lamentable) que en esta época de liquidación de las ideas, suelen ser papers académicos desde los que a veces, los que vivimos de esto, intentamos reconstruir tal gran experiencia, resultado de la búsqueda que un día nació del asombro, que nos rebasa. Y si no, a veces, es la justificación (casi siempre a posteriori, la filosofía casi siempre llega tarde a los hechos) de prácticas que no nacieron de ella, pero que requieren comprensión y explicación. La filosofía, ante todo, es un posicionamiento existencial, un compromiso radical con lo hallado, y, por su exigencia, no deja de buscar ni renuncia a las ansias de comprender. De ser así, la filosofía se torna en una práctica intelectual, indistinta de lo demás. Por eso, en estos tiempos de liquidación de las ideas, casi siempre, la narrativa o el ensayo literario son muchísimo más efectivas que la filosofía académica para comunicar la búsqueda por la sabiduría de uno. Empero, la filosofía académica, cuando es honesta, revela mucho de los intereses existenciales de cada quien; la investigación académica, cuando es permitida, a veces manifiesta indirectamente la inquietud existencial que un día partió de una experiencia personal que nos asombró, que nos cimbró, que nos generó temor y temblor. Y es ahí donde, indirectamente, habla la filosofía desde la academia. El más lógico de los lógicos se delata, indirectamente, cuando pretende negar, sea como sea, la posibilidad de que el vértigo que tanto niega sea verdadero. En fin.

 

Pero, ¿es preciso que la filosofía, si la entendemos como este drama humano, tenga un día en el que se celebre? Lo filosófico, por lo menos, es hacernos la pregunta. Lo demás, quizás sea política. Porque como decía el gran Péguy: “Todo comienza en mística y termina en política”, y este dicho quizás no sea más cierto que en la filosofía. También dice el gran Péguy que todo lo que no salve la filosofía, será “salvado” por el dinero. Pero la filosofía, cuando se emprende, duele. Y, así el filósofo navega entre la mística y la política. Y tal es el dolor del filósofo.

 

El filósofo sabe que no hay mayor drama que el dolor. La ignorancia duele. Y también sabe que no hay mayor dolor que el sufrimiento. Y el filósofo, como buen amante, sufre por su amada. Para el filósofo no hay mayores angustias que su ansia de saber, y al pretender comprender, casi siempre desespera. Cansado, o quizás enfermo (seguramente de melancolía), la mística y la política le aparecen como fármacos, como tratamientos consoladores (quizás cuidados paliativos) ante tales incerditumbres. El filósofo, el místico, el político, a final de cuentas,  se enfrentan con el mismo enemigo: el problema del mal y la ignorancia. Y la filas de la mística y de la política están llenas de filósofos fracasados. Pero, ¿qué filósofo no está destinado a fracasar si su empresa es ser sabio?

El místico, hombre de contemplación, quizás se ofenda si se considera que su razón de ser es también un actuar: el drama del hombre de contemplación es que la contemplación es también una acción. Y en tal acción no sólo subyace una teología, una escatología o una moral: también hay una estética y una política. El vaciamiento (la kénosis), en sus múltiples dimensiones, es también una categoría política y hasta una teoría del valor. ¿Qué contempla el místico? La verdad de lo real. ¿Qué es la verdad de lo real? El misterio que lo rebasa; que tanto rebasa, que tanto le abruma, que puede empujar a la búsqueda de la quietud, del silencio. Lo que quizás tampoco le consuele. El místico, a veces hace de tripas corazón, y la filosofía no lo deja dormir tranquilo; el místico vive con agruras de sospecha, de suspicacia. Pero el místico, sobre todo él, sabe reconocer cuando la “sabiduría humana” es vanidad de vanidades.

Asimismo, el político, debe reconocer que en su lid subyace un misterio que lo rebasa: una dimensión perplejizante, aporética que puede que de ella sea consiente, o no (casi nunca lo es, y cuando lo es, sobre todo él, tiembla). El hombre de acción (el político) obra porque concibe algo en la realidad que no le complace, algo que le inquieta el alma, algo que le duele, algo que le causa dolor y que está dispuesto a cambiar, a transformar y para ello deberá negociar. El problema del filósofo, su mayor drama, es que no puede negociar. El filósofo no es un hombre de negocios, los hombres de negocios buscan remates, el filósofo no y cuando encuentra uno sospecha. Por ello, el filósofo cuando cree que encuentra, juzga si no “encontró” a su amada en un remate. A veces le soprende lo barato que pueda ser tal compra y eso genera más sospecha.

 

Por ello el filósofo, cuando encuentra, parece que navega siempre en dirección de la mística o de la política, aunque nunca podrá renunciar a su sospecha. Así, el “caballero de la filosofía”, cuando se resigna, cansado de buscar, renuncia a su empresa y pone en práctica lo que ha aprendido fuera de la filosofía, derrotado en la paradoja y en la aporía, y espera. Nadie mejor que él sabe que no se vive ni de la paradoja ni de la aporía. El arrogante, el vanidoso, o el diletante, es aquél que considera que en su melancolía está el vivir, que su identidad y su sentido está en tales incertidumbres. Desesperación de desesperaciones. Pero lo que nadie le quitará al filósofo, jamás, es su compromiso existencial, esa experiencia que lo condujo a tener que decidir entre la mística o la política.