Filosofía, ¿para la transformación social?

 

Por: Fidencio Aguilar Víquez|

Pese a la radicalidad, el apremio y la urgencia que significó la sentencia de Marx, en el sentido que de que «los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo» (la Tesis 11 sobre Feuerbach), no estoy seguro de si, en efecto, el pensamiento de los filósofos ha logrado tal transformación. Al menos no en el sentido político o económico. En cambio, por otro lado, el planteamiento de algunos filósofos, sobre todo de aquellos que han logrado marcar un momento o un periodo histórico, ha incidido en lo más hondo de la cultura de su tiempo y del tiempo siguiente, incluyendo desde luego lo político y lo económico. O sea, por un lado, no hay esa transformación del mundo y, por el otro lado, en un sentido más hondo, sí la hay.

Sin duda el pensamiento de Platón, o el de Aristóteles, o el de otros filósofos de la Antigüedad, marcaron hitos históricos y configuraron no sólo ese pensamiento que denominamos la Edad Antigua, sino la cultura misma de ese periodo conocido como la Hélade y que el mismo imperio romano adoptó como algo relevante para su propia persistencia. O puede decirse algo similar respecto a los pensamientos de san Agustín y santo Tomás en las épocas del pensamiento cristiano primitivo y del cristiano medieval: fue notoria su influencia en las reflexiones, las actitudes y hasta en las justificaciones de quienes tomaban decisiones para poder legitimarse.

Uno puede pensar también en Immanuel Kant, el filósofo del siglo XVIII que, estando al margen de los vaivenes políticos, sin embargo, y sin haber salido de su pueblo, con su obra logró una de las más grandes y profundas transformaciones del pensamiento moderno cuyas repercusiones no sólo epistemológicas sino también éticas y políticas son tan relevantes que le dieron a la modernidad una nueva fisonomía: derechos humanos, primacía del valor en sí, dignidad humana. Nadie niega todo esto. Pero la pregunta tendría que enfocarse mejor: ¿A esto se refería Marx con su sentencia? No creo que desconociera que de suyo el pensamiento filosófico tiene sus derivaciones, si no de transformación, sí de «traducción» en el modus operandi de una sociedad o de una época, más allá de una visión general de las cosas. ¿Qué estaba viendo cuando se refería a esa «transformación del mundo»?

En las facultades o escuelas de filosofía suele enseñarse que las disciplinas filosóficas pueden ser teóricas o, algunas, tienen un «carácter práctico»; entre estas últimas está la política, la ética y la estética en su sentido artístico (como una generación de la creatividad humana y de su ingenio). Claro, estos saberes, en su sentido disciplinar y clásico, pertenecían al saber filosófico como a su fuente, pero tenían una connotación específica que derivaba en una praxis definida: la de la construcción social y de la comunidad política, o la de los actos humanos o la de la manufactura del arte como tal. Con el tiempo, cuando esas disciplinas fueron madurando por sí mismas y alcanzaron su independencia y autonomía respecto al tronco común de la filosofía, se volvieron saberes distintos del pensamiento filosófico para tocar un cauce más específico, diverso del saber filosófico.

Quizá sea necesario hacer una distinción fundamental. La política, la ética y la estética, como prácticas, o como usos de una sociedad, son eminentemente activas, valga la redundancia: prácticas. De otra manera no existirían. Pero su saber, su concepción, su configuración incluso como tal «saber» no deja de ser teórico. Es decir, como disciplinas filosóficas, vistas desde la mirada de las causas y de los principios, tiene una dimensión, o mejor, una fuente teórica o de «saber». Son un saber y son un arte. En cuanto saber tienen raíces metafísicas y epistemológicas, en cuanto arte tienen dimensiones eminentemente prácticas. La sentencia de Marx, empero, acaso tenga otra connotación. Pero no creo que se pueda solamente aplicar a la filosofía, sino a todo saber.

Sin embargo, lo señalado arriba no es suficiente. Por eso me convence más la tesis de Paul Ricoeur en el sentido de que se trata de ámbitos de realidad que comienzan con la percepción (todo conocimiento entra por los sentidos), pasan por el saber (la ciencia y la técnica) y desembocan en las decisiones, algo a todas luces práctico.

Los ámbitos de realidad en que se da la vida humana, o mejor dicho, en que se desenvuelve la existencia humana, en general, puede decirse que son tres. En un primer ámbito está la realidad considerada como lo que sentimos, tocamos, palpamos: el mundo tal y como se nos muestra en primera instancia. Pero en la vida cotidiana también se da ese otro ámbito marcado por la presencia de la ciencia y la tecnología: el celular, el auto, el trabajo, los negocios, todo lo hacemos impregnados y dependientes de ese saber especial, o de los saberes especiales que tienen que ver con una mirada más allá de la mera percepción. Los átomos, las células, los bites, etcétera, todo eso escapa y supera al ámbito de lo perceptible. Constituye un ámbito con fisonomía propia: es el saber. De hecho así nació la ciencia, más la ciencia moderna, yendo más allá de los sentidos y hasta dudando de ellos.

La ciencia y la tecnología han llegado a límites inimaginables. En terrenos tan delicados, incluso han llegado a un poder tan enorme como este: la posibilidad de clonar seres humanos. Incluso más allá: a la inteligencia artificial capaz de tomar decisiones basadas en el conocimiento. Pero al llegar a este punto, los científicos (hasta cierto punto podemos decir: «la ciencia») se detienen y dicen: «Se puede. Pero nosotros no vamos a tomar la decisión». ¿Quién tomará, entonces, las decisiones? Los científicos insistirán: «Pues otros, no nosotros». Serán los dirigentes de las naciones, los jefes de los pueblos, los legisladores. A final de cuentas, los que tomen las decisiones en la sociedad. El saber, por lo tanto, deja el lugar a la decisión. Así como el saber supera a la percepción, así el saber se subordina, se somete y da el paso a la decisión. Y cuando se pasa al ámbito de la decisión, todo desemboca en «lo práctico», la praxis, estrictamente, lo que transforma y se transforma. Y esto adquiere tanto una dimensión ética como política. El saber se transforma en decisión. O mejor dicho, lo idóneo sería que quien tomara las decisiones lo hiciera en base a los saberes: para que «conectara» y lograra una mejor decisión. Pero de suyo, la naturaleza de las decisiones es distinta de la de los saberes. Cuando el científico, o el filósofo, se pone a gestionar, a convencer, o a «grillar», deja de hacer ciencia o filosofía y hace política.

Quizá lo que vio Marx es que el circuito de los órdenes de la realidad desemboca en las decisiones, y eso le llevó a considerar que la filosofía debía transformar al mundo. Pero una cosa es ver el circuito de los órdenes de la verdad y otra, muy distinta, es fundir o confundir el saber con la decisión. Están vinculadas, es verdad, pero son de naturaleza distinta. Ahora bien, y eso es lo que pueden aportar los saberes, ya la filosofía, ya la ciencia, o cualquier otro saber, las decisiones pueden estar mejor iluminadas, mejor orientadas, mejor razonadas. Y ese es un gran servicio que, también, hace falta en los tiempos violentos y convulsos que nos ha tocado vivir. Porque para transformar al mundo primero hay que saber mirarlo. La tarea y misión de la filosofía no deja de ser la que le dio origen: develar, descubrir, ser aletheia.

 

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