La “democracia”, entre la multivocidad, el nominalismo y la equivocidad.

Democracia

 

Por José Miguel Ángeles de León [1]

 

Si pretendemos hacer un análisis pormenorizado de la categoría “democracia”, es necesario comenzar por precisar su significado. Lo cual a algunos parecería una obviedad, pero no nos queda duda de que, metodológicamente, siempre que pretendamos esclarecer algún término, éste tiene que ser el punto de partida.

Por “término” comprendamos un nombre (palabra) cuyo fin es señalar o describir algún fenómeno de la realidad (signo) para conducirnos a ella (lenguaje), pero que, evidentemente, no es la realidad en sí misma. Sepamos que la comunicación intersubjetiva acerca de lo real, sólo nos es posible por el lenguaje. El lenguaje es simplemente una herramienta para referirnos a lo real, que siempre es anterior al lenguaje.

Para simplificar una teoría ontológico-semántica que nos permita delimitar el significado del nombre “democracia”, recuperemos el sistema sentido-referencia de Frege. Para Frege, un nombre (en nuestro caso, “democracia”), simplemente es un signo (palabra) que se utiliza para referirnos lingüísticamente (señalar) a una realidad que nuestro entendimiento aprehende (referencia). Por esta razón, algunos nombres son multívocos, pues en muchos casos se utiliza el mismo nombre (que siempre es un signo) para referirnos a distintas realidades (referencias), a esto se le llama homonimia. A la relación de sentido entre el nombre y la referencia, Frege le llama significado.

Por lo tanto, cuando discutimos en torno a la democracia, si no precisamos la relación de sentido que obviamos entre el nombre “democracia” y lo que pretendemos señalar con tal nombre (la referencia), el proceso comunicativo de aquello en torno a lo que discurrimos, es vano.

Tras esta aclaración, no está de más señalar que la gran mayoría de las discusiones sobre el término “democracia”, y en general en casi todas las discusiones terminológicas, se da en un plano netamente nominal, es decir, a nivel de los nombres (es decir, a nivel del lenguaje), no de las referencias (es decir, de las realidades). Por ello, mientras no precisemos a qué nos referimos con el nombre “democracia”, nuestras discusiones resultan vanas. Pues si partimos desde un esquema nominalista, podemos dialogar apelando a tal nombre, aunque con ello nombremos realidades distintas. Así, por ejemplo, “democracia” puede significar cosas tan disímiles como “comicios para que los ciudadanos elijan a sus gobernantes mediante el voto”, que “se respete y se realice la voluntad política de la mayoría”, o una suerte de pluralismo que vindica y protege institucionalmente la diversidad y la diferencia en la participación política guardando, por ejemplo, los derechos a la libertad de expresión, a la libre asociación, o inclusive a la libertad religiosa.

Es un lugar común señalar que el término “democracia» se acuñó en la Antigua Grecia, aproximadamente en el siglo V a.C, aunque eso no significa que antes no se dieran órdenes de organización política que no pudieran nombrar bajo este nombre. Y esto es correcto, nominalmente. En el mundo helénico se utilizaba el nombre “democracia”, del prefijo –demos; y del sufijo, –cratos; en general para referirse al “gobierno del pueblo”. Sin embargo, como ya lo hemos señalado, la complejidad para esclarecer el sentido de los nombres está en aquella referencia que el nombre, nombra; y que, por ende, en tal relación nombre-referencia, el significado es lo que muestra, en el uso, el sentido de tal correspondencia. En el caso del nombre “democracia”, esto aplica también en la comprensión de su prefijo y de su sufijo y la relación entre ambos significados. Es decir, el sentido de la relación entre lo que nombra la palabra “demos” y lo que nombra la palabra “cratos”: lo que implica que “el pueblo gobierne”. ¿Qué significa “pueblo”?, ¿Qué significa “gobernar”?

Generalmente, la etimología de la palabra “democracia” se contrapone a una de las comprensiones más comunes del nombre “democracia”, que significa la elección directa de un gobierno por medio de voluntades individuales en mayoría; es decir, la elección de un gobierno, por la expresión de una parte mayor de un todo, a partir de la suma de voluntades individuales (voto). Aquí aparece una distinción fundamental del uso nominal de la palabra “democracia”. De suyo, “el gobierno del pueblo” no implica que el pueblo elija su gobierno, y que tal elección se pueda validad cuantitativamente. Es decir, el nombre “democracia” no implica de suyo que “el pueblo vote” y exprese individualmente su preferencia sobre sus gobernantes. Pero en ambos casos, sí se supone una definición de lo que sea el “pueblo”, y más aún, de quiénes lo componen; de quiénes que son aquellos que son dignos para elegir y para gobernar.

A estos individuos con dignidad para elegir y gobernar, generalmente se les ha nombrado “ciudadanos”, en griego “polités”. Que son los componentes individuales efectivos, al menos jurídicamente, del pueblo. En este sentido, todo gobierno que se asuma como expresión de la voluntad del pueblo, o por lo menos de sus ciudadanos (que pueden ser quienes exclusivamente componen al pueblo), es democrático. Aunque no se organicen elecciones en la que al menos una parte de los habitantes de un territorio expresen individualmente su voluntad política.

Como lo podemos distinguir, la categoría “pueblo”, aplicada al gobierno, supone un territorio geográfico delimitado en el cuál puede ejercer legítimamente su poder. En este sentido, “pueblo” es una categoría de soberanía territorial, no una categoría demográfica. Es decir, bajo este significado, es posible que un individuo habite un territorio y al no ser reconocida su soberanía en ese territorio, no es parte del pueblo. De esta distinción surge la distinción helénica, aunque con muchos paralelismos universales, entre ciudadano y extranjero.

La democracia comprendida como el “gobierno del pueblo”, en el que el pueblo simplemente es una masa de ciudadanos que habita un territorio, de suyo, es problemática para los filósofos realistas. Así lo comprendía Platón en la República, en donde, en boca de Sócrates, acusaba a la democracia de ser el gobierno propio de los sofistas. Pues es el gobierno de las mayorías, que no buscan, ni mucho menos poseen, la verdad. La democracia helénica, de suyo, no implica elecciones que cuantifiquen un consenso. Puede ser también un consenso tácito, por ejemplo, a partir de la aclamación popular.

Hoy la democracia se presenta, generalmente, como la elección del gobierno mediante la suma de los votos individuales de los ciudadanos que cuentan con credencial de elector vigente, que expresa la voluntad popular, que se asocia con la  voluntad de la mayoría. Esto absolutiza la democracia en el momento electoral. Y se omiten las diferentes formas de lo que implica que el pueblo gobierne, lo que sólo puede aclararse desde la especulación en lo que sea, y quién sea, el pueblo. Sin tal aclaración, se define el pueblo como la única parte que tiene el derecho a gobernar, frente al “antipueblo”, comprendido como la parte a derrotar, a silenciar y a excluir de los procesos de organización popular y representación política. Esta es la forma más común de descomplejización de la democracia. Y tal es el mecanismo más elemental de los populismos. En ellos, la democracia es la expresión de la voluntad del pueblo genuino. Frente a la tiranía, que es la expresión política del “antipueblo”. Y su legitimidad está en una mayoría que emitió su voto a favor de ellos. Normalmente, en procesos polarizados, que suelen leerse desde la lógica “pueblo”-“anti-pueblo”.

Aquí resultaría interesante analizar a detalle cómo comienza a desarrollarse una dicotomía electoral entre “pueblo” y “ciudadanía”. Donde, desde la “ciudadanía”, se comprende al pueblo como una masa colectiva, estatalista, que suprime al individuo y absolutiza a la comunidad; y a la ciudadanía como una mayoría construida desde la suma de individuos que se afirman desde sí mismos; y que parecen diluir lo colectivo, so pretexto de “defender” la “libertad individual”. Desde la visión colectivista (que suelen acaparar el uso del nombre “popular”), los que afirman al individuo serían anti-pueblo, en tanto que se afirman egoístas e indiferentes a las necesidades de las mayorías; mientras que para los que suelen vindicar a la “ciudadanía”, el colectivismo (anticiudadano) niega la libertad individual, sobre todo en materia económica y acusa de retrógradas y conformistas, a aquellos que vindican al colectivo.

Dadas tales complejidades, no obviemos que comprendemos siempre lo que significa la palabra “democracia”. Y aún más, tengamos claro que lo propio de una noción de democracia comprendida como “el gobierno del pueblo”, implica también la complejidad de la aceptación de las múltiples acepciones de lo que signifique “democracia”. Luego, no caigamos en la simplificación de la democracia en su momento electoral, no acotemos su sentido de manera absoluta y unilateral, no presentemos un ideal unívoco de ella como la única forma descomplejizada de responder al sentir popular, expresado en una voluntad política individual en las urnas. Lo cual sería lo menos democrático, pues supondría, también, la comprensión absoluta de qué es el pueblo, de quién lo conforma y de cómo debe, en el orden de la realidad, de gobernarse. Esto, de suyo, supone una comprensión unívoca de la realidad (en este caso, el pueblo) desde la parte; y la imposición de tal idea sobre la realidad.

La complejización aumenta cuando hablamos de “representación política” en democracia, ¿qué significa sentirnos representados democráticamente? ¿en qué sentido la democracia electoral puede guardar la representación del pueblo sin descomplejizarlo y sin imponer unívocamente comprensiones del mismo? Esa será una cuestión para otra entrega. Y aumenta aún más cuando nos preguntamos sobre el sentido de la política, y de cuáles son los principios que se deben de guardar más allá de las dicotomías, como principios complejos que sean capaces de guardar la unidad pluriforme y lo común y lo distinto, sin uniformarlo, sin descomplejizarlo, sin relativizarlo.

 

[1] Es maestro en Filosofía por la Universidad Iberoamericana de la Ciudad de México. Actualmente es profesor-investigador y coordinador de la División de Filosofía del CISAV.