Por María Guadalupe Martínez Fisher|
En la situaciones límites podemos encontrar una mirada distinta del Ser; así como, los poetas se sienten poseídos por un sentimiento cuando crean sus versos, así también, los filósofos experimentamos un acontecimiento de asombro que nos lleva a la contemplación de estos tiempos.
Nuestra realidad no se explica meramente como una serie de cambios, lo que vivimos revela un momento de transición, un cambio de época. Quizá sirva la metáfora de recurrir a lo que la humanidad experimentó cuando mudó del modelo geocéntrico al heliocéntrico. Éste último configuró una nueva forma de comprendernos como seres humanos: en nuestras relaciones con la ciencia, la naturaleza, la sociedad, la religión y el poder. Se conformó la idea del sujeto (“Yo”) como eje fundante del pensamiento moderno.
Del modelo heliocéntrico, surgió un “Yo” entusiasmado por la ciencia y sus leyes, quien pretendió con su método científico determinar las leyes de la naturaleza; a mi parecer, estamos confirmando la transición de ese “Yo” moderno y empoderado por los ideales de la ciencia y el progreso al “Yo” que se descubre vulnerable y finito, en términos de Bauman: líquido. La pandemia es posmoderna y puede ser leída como signo de transición entre la modernidad y la posmodernidad. Nosotros somos hijos de estos tiempos.
El espacio en la posmodernidad se ha “relativizado” con la realidad virtual. Experimentamos, consumimos, creamos, trabajamos y nos relacionamos desde la mediación del Internet. En la cuarentena hemos tenido que hacer del espacio de la esfera privada un lugar de esfera pública. En cierto sentido, el espacio ya no una limitante gracias a la tecnología; pero, ¿qué ha pasado con el tiempo? El tiempo se ha convertido en espectáculo peculiar. La sobreconciencia del tiempo, de su fugacidad, de su finitud nos revela vulnerables. Nos hace experimentarnos distintos y angustiados. El mensaje de la posmodernidad es emotivista: vive lo más que puedas, sigue tus sentimientos y disfrútalos al máximo, porque tu tiempo se acaba.
La experiencia del Coronavirus es planetaria y por ende, se puede percibir un malestar que traspasa las fronteras de los Estados. ¿Qué estamos experimentamos como el principal descontento de estos tiempos? Este planeta llamado Tierra, ya no era una casa común para todos sus miembros . Quizá el mejor modo de expresar esta tragedia es con los ecocidios, el cambio climático y la extinción constante de sus especies de flora y fauna. Ese mundo se había convertido en propiedad de algunos pocos.
En tiempos posmodernos donde todo parece extinguirse, la pandemia nos ha dejado un estremecimiento extraño. El coronavirus entra al discurso político, económico, social; sin ni siquiera saber, si es un ser vivo o no. Un ser infinitamente más pequeño que nosotros confina a naciones enteras. Nos revela desde la vulnerabilidad precisamente nuestra humanidad.
En el terreno social existe una crítica compartida al capitalismo. No se necesita ser de izquierda para denunciar los excesos a los que ha llegado. El descontento generalizado consiste en una declaración de sus inminentes límites; uno de ellos, evidente en estos momentos, es el Derecho a la Salud. Cuando éste no está asegurado para todos, el Estado entra al escenario para controlar quién vive y quién muere, según sus recursos y sus criterios. La pandemia revela la forma en que se articula la biopolítica en su mayor esplendor, el modo en que se controla y gestiona desde dispositivos de poder el bien más esencial: la vida y por ende, también, la muerte.
El ejemplo paradigmático de este capitalismo sin límites en terrenos de la salud es Estados Unidos; pues no existe propiamente un Derecho a la Salud, porque éste literalmente se compra. No muy lejos se encuentra México, que si bien este derecho está redactado en su Constitución, existe la tremenda incongruencia en la asignación de los recursos necesarios y la corrupción de quienes los manejan; por lo que propiamente hablando no existe efectivamente un Derecho a la Salud. En el caso de la Comunidad Europea que ante la pandemia decidió cerrar, paradójicamente entre ellos, sus fronteras, no se sabe qué pasará con aquellos que se encuentran en las fronteras o con los inmigrantes que se encuentren ilegalmente. Las periferias quedan de nuevo descobijadas y con ello, los más débiles quedan a la merced de quien les tenga misericordia.
De la mano de esto, experimentamos una forma nueva consumir y podemos palpar que nuestros gastos, pero observamos que nuestro cansancio estaba manufacturado en un sistema de competencias que alimentaba el círculo vicioso del consumismo, privándonos de aquél mundo de la vida (Lebenswelt). Me refiero al que está articulado en la cotidianeidad, en la solidaridad, en la espontaneidad de una racionalidad no instrumental. En el fondo, el sistema se estructura para hacer a los ricos más ricos y a los pobres más pobres. Por supuesto, que hay ejemplos aislados para evitar esto, pero no son la lógica dominante.
Creo que debería de llamarnos la atención el porqué aceptamos como sociedad tan fácil las medidas de confinamiento, ¿porqué no protestamos? Incluso en muchos países las clases sociales privilegiadas hicieron del “quédate en casa” un imperativo más moral que jurídico. La sociedad entró en la discusión de quién puede quedarse en casa. La respuesta es obvia.
Al principio aceptamos las medidas de confinamiento porque quizá en el fondo ya sabíamos que necesitamos un cambio o posiblemente porque la angustia de finitud ya era insoportable. Apenas en estos días, se lee que en Berlín y en Viena empiezan a movilizarse para oponerse a éstas, sin embargo, al inicio, un fenómeno social peculiar fue aceptamos las medidas impuestas por el gobierno sin mucha dificultad. Incluso, paradójicamente, muchos exigían ser confinados.
Estos tiempos, también, nos muestra un panorama de los nuevos imperios, casi medievales, pero ahora de tinte más bien económicos, de la Comunidad Europea, EUA, China.. revelando sus fidelidades, poniendo a descubierto su filosofía política plasmada en un modelo para gestionar la vida de sus ciudadanos. La biopolítica y cómo se controla la vida ha atravesado el discurso internacional y por ende, también estamos en el escenario que pregunta sobre legitimidad del Leviatán.
Podemos observar como nunca y de manera ejemplar el despliegue del espectáculo del poder, así como, de las premisas que fundan las decisiones, ahora al descubierto, de los líderes de este mundo.
Rusia (1) optó por un autoritarismo tan feroz que hasta leones fungieron como guardianes de las calles. Trump desde su instinto capitalista, en el que todo tiene precio y se rige según la oferta y la demanda, pretendió comprar a los alemanes la vacuna para los “suyos”. Su ignorancia llegó a tal nivel que recomendó a los “suyos” inyectarse cloro. Trump como López Obrador, el presidente de México, proyectaron su vecindad ideológica, al maquinar un discurso repleto de incongruencias y sinsentidos. Las metáforas de guerra, también, salieron a la luz y encontraron su ejemplo paradigmático, y por ende, más peligroso, en el discurso de China, quien en nombre de la seguridad elimina la libertad de las personas. Para muchos, el modelo “asiático”, teniendo como prototipo China, funcionó, por ser autoritario y eficaz.
A mi parecer el discurso mejor elaborado ha sido el de Merkel, una llamada a la unión que nos recuerda al imperativo kantiano de la humanidad. Sin convocar al pánico pero advirtiendo la seriedad del problema; una invitación a la solidaridad sin prohibiciones extremas porque su conciencia histórica se lo prohíbe, una explicación sencilla pero como estadista. Sin protagonismo pero con un liderazgo fuerte, decidido y definido con claridad.
Todas estas políticas expresadas en discursos aluden al modo en que el poder actúa en el Estado de excepción que supone una pandemia. El Leviatán surge desde los escombros ideológicos en el contexto de una pandemia posmoderna y pretende recordarnos la necesidad de renovar el primer pacto para lograr “invitarnos” a cederle nuestra libertad.
De este modo, podemos observar cómo el origen del mismo Estado está a prueba, si es cierto que cedimos nuestra libertad para recuperarla, como decía Rousseau, entonces es el momento para abogar por aquella empolvada idea de pacto. El sentimiento más o menos compartido es que necesitamos un nuevo pacto con nuestros gobernantes y con los otros países, pero no desde las coordenadas pasadas. Las teorías políticas en tiempos de crisis dejan de ser tan abstractas y lejanas.
A todo esto, qué podría decir la filosofía. Ya se encuentra, a manera de chiste, en las redes sociales la ironía de ser doctor en filosofía y lo inútiles que podemos llegar a ser, si alguien pide con urgencia un verdadero doctor porque ha sufrido un paro cardiaco. A pesar de lo real de esta broma, me parece que el deber de los filósofos en estos tiempos tan complejos es volver a la contemplación como actividad primigenia del filosofar. Esto no sólo como una necesidad existencial sino como un deber de quien se dice filósofo.
Pues estos tiempos, develan de una manera particular lo que somos. Es por eso, que el filosofar debe dirigir su mirada hacia dos mundos para contemplarlos de nuevo, el del espectáculo externo, en el develamiento de estos tiempos y el ejercicio crítico de los mismos y el del mundo interno, para conocernos, como terapia (en el sentido platónico). Dos registros de los que somos y de cómo se configura el yo. Esto puede decirse de manera más simple: explicar el mundo externo y conocer su mundo interno.
Porque así como los países revelan sus fidelidades en el escenario de la política, también, nosotros nos revelamos en esta crisis; en nuestras formas de relacionarnos con nosotros mismos y con los que vivimos. Explorar el experimentar el tiempo como una nueva forma de auto-descubrirnos y pensar la otredad. Esa que por su propia definición y para evitar cualquier violencia metafísica, debe afirmarse como “otra” e irreductible a mis categorías y caprichos. Debemos hospedar al prójimo sin querer moldearlo a nuestro modo.
Es cierto que es complicado que la filosofía surja sin que se tenga qué comer, pero también la comodidad puede ser la eutanasia de la razón filosófica, es decir, de la racionalidad crítica.
La racionalidad crítica es fundamental en estos tiempos en que la crisis derechos se pone de manifiesto, las decisiones bioéticas están en el ojo del huracán y se vuelven todavía más dolorosas en los países, como el mío, en que no hubo un plan estructurado para enfrentar la pandemia, ni ha existido un presupuesto digno para cubrir dignamente con lo que implica el Derecho Humano a la Salud. Las preguntas de quién tiene derecho a una cama o quién derecho a un respirador, son motivo de reflexión y de vida o muerte.
Las crisis o las situaciones límites a nivel personal, social, nacional e internacional revelan nuestras preferencias como humanidad; algo que tendría que resultar de esta sacudida es precisamente, re-pensar, nuestras prioridades como humanidad: el Derecho a la Salud es una básica. Los llamados Derechos humanos de tercera generación o del desarrollo de los pueblos, dejan de ser un buen deseo para convertirse en una necesidad de primer orden: el derecho a la las tecnologías y al internet, a un medio ambiente y a la paz y justicia internacional requieren de un pacto internacional que los haga reales.
Es por eso que estos tiempos, también son de ideales. La solidaridad debe emerger como la bandera que funde un nuevo pacto, como estandarte que acompaña la libertad y la igualdad; son tiempos de reivindicar aquel tercer ideal de la Revolución Francesa: la fraternidad. Sabernos hermanos-hermanas vulnerables y unidos en la idea de humanidad.
Quienes son pesimistas no les faltan razones, pero mi apuesta es que pensar en cómo ser mejores habilita más la racionalidad que el estancamiento de pensar que no hay salida y debemos de resignarnos a la realidad tal cual es. Aún me resisto a negar la capacidad de libertad y de decisión, porque ese discurso aunque tenga fundamentos racionales niega estructuralmente la libertad y con ello la capacidad de ser mejores y por ende, paraliza y estanca las posibilidades de la libertad y la racionalidad. La esperanza es un ideal moral que ayuda a la razón a construir mejores soluciones. Habilita el ejercicio crítico de la razón proyectando la posibilidad de un mundo mejor (interno y externo).
El giro de estos tiempos más que estancarse en discursos pesimistas, apocalípticos o de la sospecha debe dirigir su mirada a nuestras periferias y al encuentro con el prójimo, pero no desde una actitud asistencialista de salvadores mesiánicos sino desde las coordenadas de la empatía que supone sabernos vulnerables y humanos. El confinamiento nos hace valorar lo que creíamos sencillo y cotidiano como los abrazos, los besos y el sentirnos el uno al otro, pero es que estas experiencias no tienen nada de “sencillas”, el poder abrazar-nos, tocar-nos, sentir-nos y besar-nos son experiencia de verdaderas transiciones entre los registros de lo sensible y espiritual que habita en nosotros. Los gestos auténticos son la expresión metafísica de la verdadera bondad.
La pandemia nos ha hecho observar la belleza que emerge cuando no somos depredadores; precisamente, por eso no creo que sean tiempos de apocalipsis porque a pesar de todo, la belleza sigue emergiendo. Esta belleza también se expresa en el silencio de quien contempla.
En definitiva, necesitamos el coraje de refundarnos pero también de contemplar: la belleza de cuando no somos depravadores, el silencio que cura, la verdad de ser vulnerables y la bondad que puede resurgir desde estas experiencias.
- (1) En efecto, esto es una fake news. Guiño al lector que se tomó la molestia de revisarlo y de leer esta nota a pie.