Cuando hablamos de una mujer o un hombre “racional” quizá pensemos en una persona que mantiene sus sentimientos bajo el control estricto de su pensamiento, tomando decisiones sin más consideraciones que los datos que le da su experiencia o alguna fuente confiable de información. Sin embargo, cuando se habla de racionalidad en las Ciencias Políticas casi siempre se entiende una de dos cosas: o la capacidad para maximizar los beneficios y reducir los costos, o la adecuación de la conducta a estándares externos propuestos por los valores o la cultura política. Esta doble manera de ver la racionalidad ha dado forma a mucha de la discusión actual que trata de entender cómo decidimos, y cómo estos procesos influyen el sentido del voto, el apoyo a determinado grupo político, o incluso nuestra manera de ver la realidad en su conjunto.
El “canon” de la “decisión racional” en cuestiones electorales fue establecido por autores como Anthony Downs, Jon Elster y Jeffrey Friedman quienes, con diversos grados de asentimiento y matices, proponen que los actores en la política siempre son capaces de a) establecer sus objetivos de manera más o menos clara; b) identificar las opciones a su alcance para alcanzar tales objetivos; c) ordenar sus opciones, prefiriendo siempre la que les permite maximizar su utilidad, o dicho de otra manera, obtener el mayor beneficio con el menor costo posible; d) y que aplicarán estos criterios de manera consistente. Las teorías de la decisión racional postulan que los actores políticos siempre calculan su beneficio potencial, y en base a eso votan, gobiernan, diseñan política pública y disienten con otros actores políticos.
Esta teoría es atractiva, en el sentido de que con muy pocas variables parece poder explicar mucha de la conducta de nuestros políticos. Sin embargo, esta teoría no ha logrado producir hasta ahora un instrumento replicable que pueda producir predicciones confiables. En efecto, la teoría de la decisión racional parece explicar a posteriori muchas de las decisiones políticas, pero cuando se trata de generar escenarios futuros la supuesta simplicidad de la teoría se complejiza, poniendo en evidencia que las personas decidimos tomando en cuenta muchas más variables que la utilidad monetaria o de otro tipo. Las teorías de la decisión racional quizá nos ayuden a entender, y eso dentro de ciertos límites, por qué una persona escoge una marca de detergente sobre otro. Pero lo más probable es que la racionalidad definida de esta manera tan estrecha no explique por qué la gente se casa, o tiene amigos, o decide ir al cine.
La segunda aproximación a la racionalidad pone énfasis en los elementos que rodean al cálculo de la utilidad esperada, ya que éste nunca se da en el vacío. Autores como Donald Green, Ian Shapiro y Javier Elguea, entre muchos otros, han argumentado que el cálculo de la utilidad se da en entornos culturales que privilegian ciertos valores sobre otros. Así, por ejemplo, el vínculo familiar puede ser un contrapeso importante al cálculo del costo-beneficio ya que, como atestiguan nuestros padres, ellos están muchas veces dispuestos a aceptar grandes costos y beneficios reducidos con tal de asegurar el bien de los hijos.
En cuestiones políticas, la fidelidad a cierta plataforma electoral puede configurar las decisiones racionales, ayudando a redefinir las opciones. Suponiendo, por ejemplo, que dentro de los candidatos a un puesto de elección popular hubiera uno con el que hubiera absoluta incompatibilidad por los valores que propone, el decidir por quien votar sin tomarlo en cuenta a él podría seguir siendo una decisión absolutamente racional, aunque sacarlo de mis opciones tuviera como consecuencia el aumento de mis costos o la disminución de mis beneficios. Este límite al cálculo del costo-beneficio es propuesto por una institución (una “regla del juego”) que me dice que, racionalmente hablando, ciertos valores en la cultura o práctica política pueden ser mejores que otros para generar bienes públicos. Por eso, los proponentes de esta aproximación han sido muchas veces considerados dentro del grupo de los “neo-institucionalistas”.
El reto para los politólogos es encontrar nuevas maneras de ver lo que significa ser racional, proponiendo modelos que se prueben en trabajo de campo, para explicar el comportamiento político. El modelo de la decisión racional ha sido muy influyente, introduciendo un criterio economicista en muchas áreas de las Ciencias Políticas. Sin embargo, tanto teórica como empíricamente, ha demostrado tener limitantes importantes. El generar teorías racional-institucionalistas resolvería muchos de los problemas que actualmente tenemos para entender y explicar los fenómenos políticos. Esto no solo es necesario, sino también urgente.