Cuando se discute sobre la racionalidad de los actores en la política, especialmente los votantes, usualmente se hace referencia a dos problemas que tienen implicaciones teóricas y prácticas importantes: ¿qué significa ser racional? Y suponiendo que nos pongamos de acuerdo acerca de esto, ¿qué proporción de los votantes realmente decide racionalmente?
La primera pregunta ha dado lugar a un muy interesante debate entre dos grandes cuerpos de literatura académica. Por un lado se encuentran los que definen la racionalidad como la capacidad de hacer cálculos que permiten a los ciudadanos optimizar el beneficio personal de su voto; y por el otro, los que argumentan que en las decisiones del votante pesan más factores como sus valores, la plataforma electoral del partido en cuestión, o el bien público de su comunidad.
De acuerdo a la primera definición, los votantes serían capaces de descubrir vínculos entre su beneficio individual con las decisiones del gobernante saliente. Así, un votante racional desde esta perspectiva podría argumentar: “no votaré por el partido Z, pues durante su gobierno la inflación aumentó y mi salario se mantuvo igual”. Esto supone que el voto por el partido opositor representa el camino más directo para alcanzar el objetivo “que mi salario no disminuya”. Volver a votar por el mismo partido sería irracional, en el sentido de que esto implicaría el desperdicio de recursos escasos (mi salario).
El problema, por supuesto, es la relación causal que argumenta el votante. Quizá la inflación pueda ser efectivamente reducida por el gobierno, pero lo cierto es que ésta a veces depende de factores que las autoridades no controlan del todo. Aún más, si se presupone que un gobierno puede controlar la inflación, esta misma relación causal podría usarse para decidir racionalmente votar a favor del mismo partido: “volveré a votar por el partido Z, pues de no haber tenido sus políticas la inflación hubiera sido aún mayor”.
Como se puede ver, tener una relación causal verdadera e información de calidad son indispensables para que las decisiones que buscan optimizar el beneficio personal se relacionen con la realidad. Dicho de otra manera, a menos que se asegure un conocimiento adecuado de cómo es y cómo funciona el mundo, la decisión más racional del mundo puede equivocarse fácilmente. Cuando esto se aplica a las elecciones, obtener relaciones causales válidas e información suficiente es aún más complejo, ya que los partidos políticos, en su afán de ganar el apoyo ciudadano durante las campañas, usualmente hacen ofertas y críticas desproporcionadas. La lógica que rige las campañas políticas no parece relacionarse con los procesos de planeación y ejecución de la política pública, por lo que las plataformas y las declaraciones de los candidatos no son fuentes confiables de información. Algunos autores han propuesto que justamente por estas complejidades, los votantes simplemente no pueden obtener toda la información necesaria para que sus cálculos de la utilidad esperada sean significativos. En otras palabras, esta definición de racionalidad como el “cálculo del beneficio personal” exige demasiado de los ciudadanos, y probablemente sea impracticable a grande escala.
La segunda definición de la racionalidad la identifica con los procesos de adecuación de la propia conducta a criterios de valor. Por ejemplo, si yo pienso que “la apertura indiscriminada a una economía de mercado produce más pobreza”, entonces probablemente esté a favor de las políticas sociales pues atemperan los efectos del neoliberalismo. Un votante racional en este sentido quizá podría argumentar de esta manera: “yo volveré a votar por el partido Z, pues mantuvo una política social adecuada”. Según esta aproximación, esta decisión es la más racional porque el que el partido Z sea electo es el camino más directo a la promoción y defensa del valor “política social”. Así, en este grupo tendríamos ciudadanos que votan por partidos que representan los valores que, según su visión, aseguran el bien público. En el fondo, los valores que se discuten en las elecciones tienen relaciones causales implícitas (en el mejor de los casos). El problema es que si se pone énfasis en el valor y no en la relación causal, podemos tener votantes que eligen siempre el mismo partido sin realmente evaluar su desempeño. Sin embargo, esta “racionalidad política” bien puede explicar mucho del comportamiento del llamado “voto duro” o “voto ideológico” a favor de los partidos.
En mi opinión, los procesos de elección de un gobierno van mucho más allá de las definiciones de racionalidad que están en juego. De hecho, es muy probable que los dos tipos de racionalidad convivan en una elección y en un mismo votante. Quizá lo más que podemos obtener son “decisiones razonables” que toman en cuenta la mejor relación causal conocida, la información de mayor calidad disponible, y el valor que considero debe promoverse.
Respecto a la segunda pregunta mencionada al inicio de este artículo (¿qué proporción de votantes elige racionalmente?), sólo se puede decir que esta es una cuestión para el trabajo de campo y los estudios de caso. El modelo de racionalidad del cálculo de la utilidad supone que la gran mayoría de las personas es racional, aunque siempre hay extremos (personas que buscan sólo beneficios sin costos; o que desean costos sin beneficios). Sin embargo, esto debe verificarse en cada contexto en concreto, ya que éstos varían de acuerdo al tiempo, la cultura política imperante y las cuestiones debatidas en una elección.
¿Qué hacer entonces? Las discusiones académicas sugieren que definiciones tan importantes como la racionalidad, y producir modelos que expliquen la conducta de los votantes, son objetivos que no se han obtenido del todo. Es necesario hacer investigación y trabajo de campo, para luego tratar de explicar qué sucede en las cabezas de los votantes cuando cruzan las boletas.