Por Fidencio Aguilar Víquez.
La política, como noción amplia, es la capacidad para resolver problemas que atañen a una comunidad. En la medida en que esos problemas son resueltos por quienes toman las decisiones en esa sociedad, se va construyendo el bien común de la misma. Pero, como sostenía san Agustín (SS. IV y VI), lo que diferencia a una sociedad de una banda de malhechores, es la ley y la justicia. La ley es la ordenación de la razón hacia el bien común, insistiría santo Tomás de Aquino (S. XIII).
Esa tradición no sólo es cristiana medieval, sino que guarda sus antecedentes grecorromanos y sus consecuentes modernos. De Aristóteles a Hegel y de este a nuestros días, hasta el estado de derecho y la salvaguarda de los derechos humanos, puede verse una larga lucha de la razón contra la ley de la selva, o la ley del más fuerte. De hecho, si miramos bien, la política nació —en los albores de la humanidad— como la resolución de los problemas por la vía de la razón, la palabra, la argumentación, el diálogo y el consenso.
Desde las comunidades primitivas, desde la caza del mamut y la recolección de frutos, podemos suponer que, cuando los dirigentes de las hordas y de las primeras formas de familia, se sentaron para imaginar cómo podían hacer la caza y la recolección, desde ese momento brotó la política como acto racional y de búsqueda de consenso para resolver las necesidades de esas comunidades. Eso se sigue haciendo en nuestros días cuando hay buena política. La palabra por ello es uno de los principales recursos de la política. Claro, su perversión, como ya lo advertían tanto Platón como Aristóteles, es la demagogia.
En la modernidad, Maquiavelo (SS. XV y XVI) vino a mostrarnos una manera nueva de mirar la política. Esta óptica todavía permanece hoy (y de hecho históricamente así ha funcionado también desde los orígenes de la humanidad). La política, sostenía el florentino, lejos de ese gran ideal de la racionalidad y el derecho, es la lucha por el poder, por su obtención, mantención e incremento. En efecto, la política es ambas cosas: lucha por el derecho y lucha por el poder. Paul Ricoeur llama a lo primero: lo político; y a lo segundo: la política.
Este último pensador, ya fallecido, señala que la dinámica de las sociedades contemporáneas es una vinculación entre lo político y la política. Razón y poder siempre serán los ingredientes de la dinámica sociopolítica de una sociedad, de un país, incluso de una época. La razón legitima al poder porque pugna por realizar el estado de derecho, pero sin el poder no sería más que pura filosofía. El poder, por su parte, realiza a la razón por que puede lograr los bienes públicos, pero sin razón no se legitima. La vida política requiere de razón y de poder. Desvincularlos o someter la primera al segundo, es pervertir la dimensión política: los asuntos públicos.
Si ahora miramos la realidad de nuestro país, podremos analizar si hay política o su perversión. El régimen actual se jacta de sus más de treinta millones de votos. Tiene legitimidad de origen. Pero se olvida que la legitimidad se pierde cuando no da los resultados esperados o comprometidos. Cuando ello ocurre, deja de tener legitimidad de ejercicio. Ambos tipos de legitimidad son las piernas de un gobierno y este cojea de una.
Si analizamos, por otro lado, la tesis de la ley y la justicia, el estado de derecho y su aplicación, nos percataremos que el régimen morenista está, aunque tenga el poder legítimamente adquirido, en ese supuesto de la banda de malhechores. ¿Qué puede diferenciarlo de éste? ¿El poder? Sin estado de derecho, ambos (gobierno y bandas de malhechores) vienen a ser lo mismo.
[El autor es doctor en filosofía por la Universidad Panamericana. Trabaja en el Centro de Investigación Social Avanzada. Fue consejero electoral en Puebla de 2006 a 2015. Email: fidens@yahoo.com]