Segunda Parte. Consideraciones personalistas en torno a las consecuencias antropológicas del “Dispositivo de la Persona” Y “lo impersonal” de Roberto Esposito

Consideraciones_ personalistas

Por José Miguel Ángeles de León [1]

 

La impersonalidad y el dualismo personalista, según Esposito

 

Aunado a la deconstrucción nietzscheana del dispositivo de la persona desde la re-lectura genealógica de la historia europea a partir del papel del cuerpo, Esposito coloca a Freud y a su categoría de inconsciente. Esposito considera que la obra freudiana Psicopatología de la vida cotidiana versa por entero “en torno a la dialéctica entre la persona y lo impersonal, en una forma que hace del uno, contemporáneamente, el contenido y la negación de la otra” (2011: 37). Según Esposito, la conclusión a la que llega Freud en este texto es que “la individuación de un fondo impersonal en lo que estamos acostumbrados a definir como personalidad, en un intercambio vertiginoso entre identidad y alteridad, entre propiedad y ajenidad (2011: 39)” y considera que lo propio de la experiencia cotidiana es la superposición “enigmática” que en ella se determina entre “persona e impersona”, siendo el inconsciente lo impersonal, es decir “lo otro” (alteridad) y “lo ajeno”.

La vida cotidiana es la no-persona, el influjo personal que altera su perfil y amenaza su máscara, no destituyéndola del todo, sino apoderándose de sus propias fuerzas y dirigiéndolas contra ella. Freud no ocluya el inquietamente elemento de esta dialéctica que impulsa a la persona hacia su exterioridad impersonal o proyecta a esta dentro de aquella. Las fuerzas ocultas que asechan la autonomía de la persona surgen de su propio interior, son al mismo tiempo el producto y su impugnación, el resultado y su mentís (Esposito, 2011: 39).

            Y así, Esposito concluye que existen fuerzas impersonales (“lo otro”, la “diferencia”), que desde el dispositivo de la persona necesitan ser controladas por la razón, lo que es imposible cuando “la persona, enferma o sana, se halla investida por una corriente psíquica heterogénea, que perturba su comportamiento” (2011: 40). Esto implica entonces, cree Esposito, que pese a lo que consideró la filosofía moderna, “los límites, aparentemente infranqueables, del sujeto personal quedan entonces abiertos”. Así es como con el dato freudiano del inconsciente, entendido como aquello “otro” que no puede ser “sometido” por la razón y que no depende tampoco de la voluntad, se mostraría que la escisión entre mente y cuerpo propia del dispositivo de la persona es falsa, pues, según esta teoría, el inconsciente es constitutivo de un cuerpo que, empero, no se posee, mostrando así que la verdadera individuación es impersonal, es decir, siempre es “otro”, siempre es alteridad.

Por último, para defender la idea de lo impersonal, Esposito alude a Weil, quien afirma que “La noción de derecho arrastra naturalmente tras de sí, por vía de su propia mediocridad, a la persona, porque el derecho es relativo a las cosas personales” (2011: 41-42), con lo que considera Esposito que “capta el punto central de la cuestión: persona y derecho (…) se unen en la doble toma de distancia de la comunidad de los hombres y del cuerpo de cada uno de ellos” (2011: 41-42). Esposito aclara que en lo relativo a la comunidad de los hombres, el derecho de la persona sólo se la alcanza mediante una justicia “capaz de anteponer el compromiso de la obligación hacia los otros” y no mediante un “dispositivo jurídico que funciona excluyendo precisamente a todos aquellos que quedan fuera de sus categorías, a partir de aquella, sólo en apariencia universal, de persona” (2011: 41-42). Y continúa argumentando que lo propio del derecho romano es incluir en el dispositivo de la persona sólo a aquellos que posean. Y, por lo tanto, aquellos que “no posean”, pueden ser degradados a la condición de cosa. Esto, considera Esposito siguiendo a Weil, es lo propio de una línea que puede ser trazada desde el Imperio Romano, pasando por Luis XIV y Napoleón, hasta Hitler. Tal degradación de lo humano a cosas, según Esposito, es lo propio de la esclavitud, quien considera que, si bien fue abolida a mediados del siglo XIX, subsiste en nuestros tiempos en formas como la prostitución forzada o el trabajo infantil.

Para argumentar lo impersonal, lo que dialécticamente se opondría a la persona como “dispositivo”, Esposito de nuevo cita a Weil: “(…) Lo que es sagrado muy lejos de ser persona, es lo que en un ser humano resulta impersonal. Todo lo que es impersonal en el hombre resulta sagrado y sólo eso”, pero aclara “(…) hasta el momento sólo podemos advertir su urgencia, aun sin que estemos en condiciones de definir sus contornos”. Esposito continúa afirmando que es visible un atisbo de la “sacralidad de lo impersonal” cuando se observa en cuestiones como “la relación ambigua entre cuerpo y persona” o que «la indiferencia de la ideología de la persona reserva a los sufrimientos del cuerpo y de los cuerpos no protegidos por su cualificación” y cita in extenso a Weil:

(…) Un transeúnte va por la calle: tiene los brazos largos, ojos celestes, una mente en la que se agitan pensamientos que ignoro y que acaso sean mediocres (…). Si en él la persona humana correspondiera a todo lo que para mí resulta sagrado, fácilmente podría sacarle los ojos. Una vez ciego, será una persona humana exactamente como lo era antes. En absoluto habré afectado en él a la persona humana. Sólo habrá destruido sus ojos (Esposito, 2011: 65).

            Según Esposito, tal cita de Weil expresa la desconexión “posible y necesaria” entre derecho y persona. Y de esto concluye que lo que es un derecho, llevado a la categoría de justicia, es algo propio del cuerpo, no de la persona. Así es como Esposito concluye que para que verdaderamente se pueda hablar de justicia es necesario considerar “antropológicamente” que el sujeto es cuerpo. En su interpretación sobre el personalismo, basada en la “división antropológica” dualista entre cuerpo y persona, de la que concluye que la noción de persona no considera al cuerpo como algo “personal”, Esposito considera que al no reconocer al cuerpo como la única “sustancia” real con la que puede identificarse la vida humana, es que el cuerpo es un objeto de biopoder, y por ello puede ser violado tranquilamente. El cuerpo, sería entonces, un espacio impersonal (tercera persona), que, siguiendo su lectura de Weil, por lo tanto, sería considerado lo auténticamente sagrado. Y podríamos concluir que el verdadero daño humano siempre es al cuerpo, por lo tanto, es el cuerpo lo que se tendría que proteger, y no la persona.

Siguiendo la propia argumentación de Esposito, el cuerpo tendría que leerse en la clave que sugiere que surge en Bichat, y que pasa por Nietzsche y Freud. La misma que se opone al dispositivo de la persona que ha regido a la filosofía, y que reafirma el cristianismo. Es decir, un cuerpo que cuenta con elementos vitales incontrolables, como lo son el inconsciente o la voluntad de poder, que debe dejarse de leer en clave dualista, es decir, a partir de la idea de que la razón “debe” domar la parte “salvaje” (lo incontrolable, la “alteridad”) del cuerpo. El clásico paradigma antropológico de la alegoría del coche alado del Fedro de Platón, en el que Logistikón (la razón) controla al Epithimetikón (la apetencia) (246a-254e).

 

La persona es cuerpo, no tiene cuerpo; la persona es mente, no tiene mente

 

Es interesante que para que se sostenga la lectura de Esposito sobre la persona, siempre debe partirse de un esquema dualista. Para profundizar en esto tendríamos que hacer un amplio desarrollo del problema mente-cuerpo para ver si la postura “corporalista” de Esposito efectivamente es un dualismo. Si bien es cierto que la propuesta de Esposito no necesariamente implica que su argumento sobre la impersonalidad sea inválido, primero necesita demostrar cómo es que la noción de persona escinde la mente y el cuerpo, para mostrar que sólo hay cuerpo. Pero, siendo el caso, ¿qué sucedería con las funciones conscientes y sus exigencias de respuesta a la realidad? Aunque fueran meras funciones cerebrales, materiales, tal explicación no resuelve el problema antropológico mente-cuerpo; y mucho menos es justa con la relación mente-cuerpo que propone el personalismo, en el que la persona es mente y es cuerpo. Aquí podría surgir un nuevo dualismo, que sería entre cuerpo y estados mentales (conscientes e inconscientes).

Sin embargo, más allá de sus consideraciones antropológicas y de filosofía de la mente, las implicaciones políticas de la lectura de Esposito al respecto de lo que podríamos llamar lo “propiamente humano”, siguiendo su argumentación, no son menores. Por una parte, contra Maritain y desde Bichat, Nietzsche, Freud y Weil, parece sugerir que el campo de lo político es lo netamente volitivo y corpóreo (que al final es lo impersonal), pues estos actuares son una extensión de la naturaleza humana, quienes al final son sus actores. Por lo tanto, la política no debería “domarse” por la razón, pues es falso que la razón necesite “domar” lo “animal” del cuerpo, pues en su parecer esto sólo sería válido desde el dispositivo de la persona. La política sería entonces, una mera expresión volitiva de los cuerpos.

Toda la argumentación de Esposito en torno a los problemas del dispositivo de la persona descansa sobre la tesis de que la noción de persona, que presenta el “dispositivo de la persona” no es unitaria, es decir, que, a su parecer, existen en ella “escisiones metafísicas”, por ejemplo, entre mente y cuerpo o entre ley y vida. Sin embargo, como ya hemos visto, el principal argumento antropológico de Esposito sostiene que lo único que existe verdaderamente es el cuerpo, que se identifica con lo impersonal. En el dispositivo de la persona propuesto por Esposito, la persona posee cuerpo, mas no es cuerpo. Y como ya hemos visto, Esposito también considera que lo propio de la noción cristiana de persona es tal suerte de dualismo, en el que la persona posee un cuerpo y una mente. Bajo esta visión deformada de la antropología cristiana, según Esposito, el cuerpo se identifica con lo animal y la mente con lo racional; por ello, a su parecer, hay una “biopoder” cuando se pretende someter el cuerpo a la mente. Sobre la unidad de la persona humana, dice Guardini:

A la pregunta, ¿qué es tu persona? No puedo responder: mi alma, mi entendimiento, mi voluntad, mi libertad, mi espíritu. Nada de ello es todavía la persona, sino, por así decirlo, su materia; la persona es el hecho de que todo ello consiste en la forma de la pertenencia a sí. De otro lado, empero, esta “materia” existe verdaderamente en esta forma y se encuentra, por tanto, completamente en el carácter de la persona. La realidad entera del hombre, y no sólo, por ejemplo, la conciencia o la libertad, pertenece al ámbito de la persona, se encuentra bajo su responsabilidad y recibe el sello de la dignidad. Lo cual no dice nada, naturalmente, acerca de hasta qué punto aquella realidad ha alcanzado, de hecho, una auténtica actitud personal (Guardini: 2000, 109).

            Por otra parte, desde un discurso teológico, que Esposito considera que es el que opera en los elementos cristianos del dispositivo de la persona, la cuestión de la persona y su dignidad, así como la igualdad inclusiva absoluta, no resulta problemática. Esto es así porque desde un punto de vista teológico, las personas humanas son dignas simple y sencillamente porque son creación divina, y participan del ser de Dios (CCE, 1701). Por esto, tras el acontecimiento cristiano, queda ontológicamente todas las personas humanas son iguales. Dice San Pablo:

Pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. Y si sois de Cristo, ya sois descendencia de Abraham, herederos según la Promesa (Gálatas 3, 27-29).

            Por esta razón podemos afirmar que, si los personalistas católicos sólo utilizaran argumentos teológicos para fundamentar ontológicamente su antropología, bastaría con esta explicación y no habría problema filosófico alguno al respecto. Precisamente, el intento de la antropología filosófica católica, generalmente, ha sido mostrar por vía racional la unidad de la persona humana. Es importante para el cristianismo católica la unidad de la persona porque una de las promesas de salvación es la Resurrección de la carne.

El cristianismo católico cree que, tras el Juicio Final, los muertos resucitarán en su propia carne, es decir, siendo cuerpo. Si bien es cierto que se acepta, como sucede con Platón, que cuando muere el cuerpo, el alma espiritual se separa; porque el alma es la forma del cuerpo. Sin embargo, ya Tomás de Aquino defendía que esta es la causa de que cuando muere el cuerpo, muere la persona, aunque subsista el alma, que pasa a ser una suerte de sustancia incompleta, que sólo vuelve a encontrar su “completud” (y por lo tanto su perfección) cuando de nuevo es forma del cuerpo, y de nuevo es persona. Cuestión que sólo es posible por la Resurrección de la carne (y por lo tanto de la persona), donde la persona ahora será cristificada, es decir, plena y en gloria.

Esto significa que el alma separada no es persona, por lo que sólo tiene sentido hablar de persona si ella es cuerpo y es alma. Por ello, para el Aquinate, el alma es la forma del cuerpo (y no olvidemos que toda sustancia implica una forma, por ello hay formas sin materia, pero no hay materia animada sin forma) y tal unidad es en la persona, aunque el alma humana pueda subsistir por sí misma (sin ser persona) y el cuerpo humano, al no estar unido con el alma, no subsiste (Summa Theologiae, Prima Pars, q. 75, ar. 3, ra. 1).

Por lo anterior queda claro que la antropología del cristianismo no es dualista, porque de serlo no tendría sentido la resurrección de la carne y, por lo tanto, no se distinguiría, al menos antropológica y escatológicamente, del platonismo. Si bien santo Tomás de Aquino defiende la hipótesis aristotélica de que el alma racional debe domar al alma irracional, esto siempre se debe entender en unión con el cuerpo, en tanto que el entendimiento, la voluntad y el resto de las facultades intelectuales están intrínsecamente unidas con el cuerpo. Justamente, la diferencia entre la persona humana y los animales (que como lo dice su nombre, tienen alma) y los vegetales, es que el alma humana es espiritual, es decir, que tiene entendimiento[2]. Aunque se entiende que los animales tienen voluntad.

Sin embargo, esto no significa que una degradación de las facultades intelectuales haga “menos persona” a la persona humana, porque a diferencia de la postura de Boecio o la de Aristóteles, la persona humana no es persona humana por su racionalidad, sino por la particularísima unión hipostática entre cuerpo y alma que la singulariza, que implica también su individualidad y su irrepetibilidad. En este sentido, la constitución antropológica de la persona humana, en su comprensión cristiana, utilizando la categoría contemporánea de la filosofía de le mente, es también un “monismo con dualismo de propiedades”, es decir, una unidad indivisible, con propiedad material y anímica. Por lo tanto, desde la perspectiva del Aquinate es falsa la impresión de Esposito cuando manifiesta que “la persona no coincide con el cuerpo en el que se inserta, así como la máscara no conforma nunca una unidad con el rostro del actor que se coloca” (2011: 74), simple y sencillamente porque la persona nunca se inserta en ninguna parte. La persona siempre es un actus essendi.

Encontramos, pues, que en el pensamiento de Esposito, sus opiniones al respecto del “dispositivo de la persona” están infundadas por una tergiversación de los fundamentos del personalismo en torno a la constitución de la persona, principalmente sobre la relación personal entre cuerpo y alma. Como ya hemos visto, en el personalismo de inspiración católica, sobre todo en el de raigambre tomista (que es, por ejemplo, el que defiende Maritain, al que Esposito pretende refutar), a diferencia de como lo considera Esposito, nunca se defiende, ni se sostiene, una postura dualista.

 

* Al dar click en este párrafo podrá dirigirse a la primera parte del ensayo.

 

[1] Es maestro en Filosofía por la Universidad Iberoamericana. Es profesor-investigador y coordinador de la División de Filosofía del CISAV.

[2] Tomás de Aquino., Cuestión disputada sobre las virtudes en general (De virtutibus), q 1., ar. 7, co. Pamplona: EUNSA, 2000.

 


 

Referencias:

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