*Extracto modificado de la ponencia pronunciada en el I Congreso Internacional de Sociología pre-ALAS de Guadalajara: “La inminente transformación del Estado: Hacia una nueva teoría crítica y práctica”.
Si presumimos que los “derechos del ciudadano” por sí mismos forman el corazón y el objetivo del orden constitucional, ya sea escrito o no escrito, formal o material, normativo o estructural, entonces con lo que estaremos preocupados es con algo como la constitución de la constitución”.
ÉTIENNE BALIBAR
De frente a los problemas sociopolíticos tan graves que vivimos en la actualidad, vale la pena hacernos un par de preguntas: ¿y qué ha pasado con lo que llamamos “sociedad civil”? ¿por qué los mecanismos que le dan origen no han dado los resultados que esperábamos?
Una primera mirada a este problema nos obliga necesariamente a ver de reojo al Estado. ¿Por qué? Un estado de cosas, un mundo en el que la vida democrática de la sociedad civil esté “garantizada” en la plenitud de sus derechos y obligaciones, no puede ser concebible, al menos desde una perspectiva clásica, sin la existencia de un Estado (nacional) que lo garantice de manera constante, en el día a día. La sociedad civil se hace a sí misma a partir de la existencia del Estado como actor esencial y creador, como aquél que pone las condiciones mínimas para que la vida como tal en sociedad pueda ser posible.
Otra dificultad que atraviesa a la sociedad civil – y que es un punto crucial que debemos observar -, es la idea fundadora de que habría una humanidad con características universales innatas que parten del principio del interés individual. Es decir, cada quién se constituye como un mundo individual, con sus propios gustos e intereses, que vela por sí mismo en la mayor medida de lo posible. El resultado de esto es que reducimos considerablemente el campo de reflexión sobre el significado de lo humano y lo social, anulando de antemano la extrema pluralidad de la existencia de los seres como agentes que forman vidas culturales sumamente variadas, es decir, múltiples. Estas vidas son a su vez formas de existencia que las personas formulan para sí mismas, no para hacer referencia o legitimarse frente a un Estado, ni mucho menos para pedirle que sean reconocidas por él como producto de la necesidad de gozar de una protección externa que impida el miedo que produce la idea de ser aplastadas por un mal que podría llegar en cualquier momento. Antes bien, este miedo está ya desde siempre inducido por todo lo que implica vivir en “sociedad civil”.
Dentro del propio orden político, existía un proceso de mediación de los intereses capaz de fortalecer al Estado en virtud de su capacidad de representación. Ahora, cuando nos encontramos en un tiempo turbulento en el que este se ha vuelto capaz de subsumir al total de la “sociedad” que le da legitimidad, el Estado mismo, paradójicamente, se encuentra más débil, desgastado y deslegitimado que nunca, viéndose en la necesidad de simular los procesos y las actividades que alguna vez le pertenecieron a la sociedad misma (estoy pensando, por ejemplo, en las fiestas patrias o las celebraciones a los héroes nacionales).
Lo más problemático aquí es que la sumisión total de la “sociedad civil” no ha dado como resultado aquello que se esperaba, es decir, la mediación de los “intereses privados” en favor de una imparcialidad estatal. El resultado más evidente es precisamente lo contrario: vivimos en un estado de cosas al que en realidad ya no le sirven los mecanismos de engranaje y vinculación. Así entonces, su camino permanece como la presencia de algo que transforma y construye el mundo de la vida pero que, para una perspectiva de Estado, emana literalmente de la nada. El poder constituyente efectivo no es la sociedad civil, sino la multitud de personas que conforman el mundo de la vida y que, en su incontable diversidad, día a día formulan la gestación de nuevas formas de vida colectiva.