Una canonización que desafía las simplificaciones

El Premio Nobel de Literatura Czeslaw Milosz tomó la pluma una vez más en el año 2000, apenas tres años antes de su muerte. Mermado de salud, preocupado por el mundo que contemplaba en el cambio de siglo y de milenio, escribió a uno de sus más queridos amigos:

“Venimos a ti, hombre de fe débil
para que puedas fortalecernos con el ejemplo de tu vida
y liberarnos de la ansiedad sobre el mañana y el año próximo.
Tu siglo veinte fue famoso por los nombres de poderosos tiranos
y por la aniquilación realizada por sus rapaces estados.
Tú sabías que esto sucedería. Tú nos enseñaste la esperanza:
porque sólo Cristo es el Señor y dueño de la Historia.”

El amigo al que Milosz le escribía se llamaba Juan Pablo II. En este verso y en otros más nos ayuda el poeta a descifrar por qué hoy podemos llamarle “santo” al Papa polaco. Numerosos analistas han querido interpretar la figura de Karol Wojtyla en términos de juegos y rejuegos de poder. Algunos han ofrecido importantes objeciones acusándolo de encubridor o de cómplice de criminales como Marcial Maciel. Sin embargo, la vida de Juan Pablo II no se puede interpretar privilegiando como criterio la lógica del poder. A la luz del poder, todos somos víctimas y todos terminamos culpables. A la luz del poder, no hay esperanza porque como una máquina enloquecida la fuerza y el interés suelen devorarlo todo. Además, por cierto, la documentación presentada por algunos para acusar al Papa polaco indiscutiblemente indica que existieron encubridores, pero no prueba en ningún punto que Juan Pablo II lo haya sido. Una revisión integral de la información y de los hechos más bien exhibe que él fue quien reabrió las investigaciones y promovió una reforma eclesiástica de fondo que posteriormente Benedicto XVI continuaría. La realidad se impone: ochocientas mil personas venidas de todas partes del mundo estuvieron en la canonización de Juan XXIII y Juan Pablo II en la Plaza de San Pedro. Un millón más se aglomeraba participando, aún a lo lejos, a través de pantallas por las calles de Roma. ¿Acaso eran hombres y mujeres que por su anciana edad añoraban melancólicamente un pasado religioso que no existe más? ¿Acaso era una masa inculta carente de información y objetividad? No. La inmensa mayoría de los asistentes a la canonización fueron universitarios y jóvenes profesionistas. Muchos de ellos apenas si conocieron a Wojtyla cuando eran niños. Sin embargo, intuyendo que la realidad no se toca en su raíz principalmente a través del poder, el escepticismo y la mezquindad, sino por medio del estupor y la apertura a la totalidad de los factores de la realidad, atestiguaron con alegría que dos papas procedentes de familias muy humildes han colaborado de manera decisiva a anunciar el Evangelio con una singular sensibilidad a los desafíos, preguntas y preocupaciones del mundo de hoy. Atestiguaron que la bondad en sus vidas pudo más que su también evidente limitación y fragilidad. El testimonio y la enseñanza de estos dos papas, y muy especialmente de Juan Pablo II, en quien me concentro un poco más, desafían las fáciles simplificaciones (conservador vs. liberal, derecha vs. izquierda, etcétera). El horizonte abierto por el Concilio Vaticano II para la Iglesia católica queda acompañado a partir de esta canonización por la presencia de dos santos que colaboraron precisamente a emprender un nuevo diálogo con el mundo desde la identidad de la fe. Cuando se endurece la fe y se cierra al diálogo como cuando se cree falsamente que la verdadera apertura implica el abandono de la identidad cristiana, no se logra apreciar ni el significado de la canonización ni el inmenso legado, que estos dos hombres nos dejan. El poeta Milosz, que no era ningún conservador, nuevamente nos dice algo que nos puede ayudar a apreciar renovadamente a Juan Pablo II y, por qué no, también a Juan XXIII. Dirigiéndose personalmente a Karol Wojtyla dice:

“Tú estás con nosotros y estarás con nosotros de aquí en adelante.
Cuando las fuerzas del caos alcen su voz
y los poseedores de la verdad se encierren en sí mismos en sus iglesias
Y sólo quienes dudan permanezcan fieles,
Tu retrato en nuestros hogares nos recordará cada día
cuanto puede lograr un hombre y cómo opera la santidad”.

La santidad no es el privilegio inhumano de quienes se alejan del drama de la vida, sino la docilidad a una presencia que salva a ese drama de convertirse en tragedia.

* Artículo publicado en Diario La Razón, el lunes 28 de abril del 2014: http://ow.ly/wfFPh