La semana pasada publicamos la primera parte de este ensayo: Ética en primera persona. Te invitamos a leerla y esperamos tus comentarios.
La falacia de la autonomía
Tal vez la consecuencia más grave de esta falta de pensamiento riguroso es el emerger de una pretendida autonomía personal (Giussani, 1985, pp. 27-33). Gracias a cierta comprensión –irrazonable- de algunos descubrimientos científicos, hoy se piensa que la persona es un ser plenamente autónomo, capaz de gobernarse por sí mismo, de autogobernarse sin el influjo de presiones y nexos exteriores. Y aquí se aplica claramente el mencionado uso correcto del lenguaje.
Es cierto, la persona posee cierto grado de autonomía, es capaz de dirigir su vida con cierta soberanía, independencia y autoposesión. Es innegable. Sin embargo lo que resulta claro, por lo menos para quien piensa adecuadamente, es que esa autonomía no es absoluta. Una mirada atenta nos pondría delante de la que debería ser la primera gran evidencia, que antes no existíamos, es decir, que nuestro ser nos es dado. Nuestra autonomía es tal, dentro de los límites de lo que nos fue dado, que ahora llamaremos rápidamente naturaleza. Ninguno ha decidido su sexo, sus padres, su patria natal, su época, su condición vital. Todo ello nos fue dado sin haber tomado nuestra opinión al respecto. Nuestra autonomía no es absoluta, sino relativa, dependiente. Completa y vitalmente dependiente de aquel principio original que nos donó el ser.
Por el contrario, un uso adecuado del lenguaje nos exigiría reparar es verdad que poseemos cierta capacidad de autogobierno y dirección.
La consideración, muchas veces inconsciente, de que el ser humano es plenamente autónomo trae consecuencias morales gravísimas. Podríamos afirmar con exactitud que de esta consideración surgen todas las posibilidades de mal, de inmoralidad.
En esta “ilusión de autonomía” (Giussani, 1985), se funda la ética en tercera persona. Es decir, en aplicar criterios morales implacables a los otros, no a mí. Esta ética quedó prototípicamente expresada así: “¿Cómo es que miras la brizna que hay en el ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en tu ojo?” (Mt 7,3). Mientras no dejemos de lado esta ética en tercera persona, no saldremos de la simulación, la hipocresía y la falsedad.
Reverencia y sencillez
Esta ética hipócrita que hemos referido carcome de tal manera al individuo y a los grupos que los destruye completamente desde dentro, de modo que sólo queda el cascarón, dando lugar a uno de los peores males, el irrealismo.
El gran Pèguy, había plasmado maravillosamente esta irrealidad, haciendo a Dios hablar así (Pèguy, 1988, pp. 23-24):
Pero ya os conozco, siempre seréis los mismos.
Claro que queréis ofrecerme grandes sacrificios, con tal que podáis escogerlos.
Preferís ofrecerme grandes sacrificios, con tal de que no sean los que yo os pido,
Antes de ofrecerme otros pequeños que yo os pediría.
Sois así os conozco.
Lo haríais todo por mí, excepto ese pequeño abandono
Que lo es todo para mí.
En este estado hipócrita la persona que hace mal, cree que hace bien, no encuentra conexión entre su inmoralidad privada y su actividad pública. No se percata de que hace mal. Por eso es falso, irreal. Pero no quisiera dejar la idea de que esta actitud es exclusiva de aquellos otros perversos. En esta hipocresía caemos todos nosotros, yo el primero.
Por ello, una educación moral auténtica deberá integrar necesariamente una educación a la reverencia, pues ella constituye la actitud moral fundamental (Hildebrand, 2003). Reverencia que es asombro afectivo y cercano, simpatía por la realidad tal cual ella aparece, amor por aquella dependencia original que nos constituye.
Únicamente así podrá surgir en nosotros la sencillez, aquella que no tiene miedo de llamar a las cosas por su nombre, que se alegra por el bien, aunque no esté en mí y si en el otro, que no se acobarda cuando reconoce y acepta su propio mal, que es capaz de sobrepasar el dolor y la vergüenza que implica el pedir perdón, aquella sencillez que reconoce el bien, esté donde esté, en la dimensión en que se encuentre.
Sólo en este amor podemos tener la seguridad que nos permita la vulnerabilidad propia de la ética en primera persona. Pero no nos equivoquemos, no se trata de una coherencia obtenida por el impulso estoico de la voluntad, sino por la belleza que surge del ser reverente frente a lo que soy y frente a mí circunstancia.
El yo ético: una humanidad nueva.
Esta humanidad nueva no es posible gracias a una conquista personal, sino a un don gratuito, que debe pedirse humilde y continuamente, insistentemente, a una mirada delicada y atenta en aquello que es el fundamento.
Un error moral no se corrige fijando en él la mirada y no perdiéndolo de vista, sino dejándose seducir por la belleza del bien. Nuevamente Pèguy nos ofrece una imagen inigualable (Pèguy, 1988, p. 20):
Cuando el peregrino, cuando el huésped, cuando el viajero
Se ha arrastrado mucho tiempo por el barro de los caminos,
Antes de cruzar el umbral de la iglesia se limpia con cuidado los pies (…)
Pero una vez hecho eso, una vez que se ha limpiado los pies antes de entrar,
Una vez que ha entrado, ya no piensa a cada instante en sus pies, (…)
Ya no tiene corazón, ya no tiene mirada, ya no tiene voz
Más que para ese altar en el que el cuerpo de Jesús
Y el recuerdo y la espera del cuerpo de Jesús
Brilla eternamente.
No se trata de hacer cosas buenas, sino de ser bueno. Si no cambia el corazón de la persona, no cambia nada en la persona. Sólo así podrá aparecer la única ética que nos de plenitud, la ética en primera persona.
Bibliografía
Guardini, R. (2000). Ética. Madrid: B.A.C.
Guitton, J. (2000). Nuevo Arte de Pensar. Madrid: Encuentro.
Giussani, L. (1998). Curso Básico de Cristianismo, Vol.1. El Sentido Religioso. Madrid: Encuentro.
Giussani, L. (1985). En Busca del Rostro Humano. Madrid: Ediciones Encuentro.
Hildebrand, D. V. (2003). Actitudes Morales Fundamentales. Madrid: Ediciones Palabra.
Leopardi, G. (1994). Cantos. Barcelona: RBA Editores.
Quintás, A. L. (2002). Inteligencia creativa. Madrid: B.A.C.
Pèguy, C. (1988). El Misterio de los Santos Inocentes. Madrid: Ediciones Encuentro.