Entra Hamlet a escena. Se avienta un par de monólogos. Sale de escena. Aplausos y se clava en la memoria. Entra Julieta, detrás Romeo, la persigue, la roba, la besa, la insulta, la mata, se aman, se matan. Y entran al Olimpo del imaginario social. Hordas de mujeres enamoradas lloran el desprecio de Don Giovanni. Un par de canciones, una que otra técnica de seducción y el desgraciado éste se gana un lugar en la memoria colectiva de Occidente. He aquí la doctrina Monroe en su versión escénica: el protagonismo para los protagonistas. ¿Y los actores que están a la orilla? ¿Qué pasa con los personajes secundarios? ¿Y lo que ha sucedido con el público? Como si el protagonista pudiera existir por sí mismo. Como si la historia estuviera sostenida, enterita, por un par de megalómanos que sólo quieren el goce del aplauso. Como si el voto fuera toda la democracia. Como si la política terminara y se jugara su dignidad entera el día de las elecciones.
Pasa igual –continuemos con la parábola–, con los momentos de la representación de la obra: nervios, expectativas y la máxima atención para el primer acto. A veces elogios, a veces desprecios, pero siempre comentarios para el final. Palmas y vítores, par de monólogos, los besos, los asesinatos y los coros. Pero el pobre del entreacto, ese descansillo para tomar aire, siempre queda en el olvido. Con la cara llena de hollín, llorando lagrimitas de aserrín y escondido en los rincones, el entreacto platica con los ratones. Como si no ocurriera lo impensable en los intermedios. Como si ellos no fueran indispensables para hacer comprensible el todo. Como si no necesitáramos en la vida tomar distancia de ella para cribarla, juzgarla, pensarla. Es decir: cribarnos, pensarnos, juzgarnos.
Estirar las piernas es capital. No podemos vivir a la deriva, como dejándonos aporrear por el vaivén de la trama y por los vientos alisios, como si fuéramos únicamente espectadores de una obra. El entreacto es la voz de la conciencia de quien se niega a ser simplemente un espectador, y es que una obra sin intermedio no vale la pena de ser vivida. Es aquí, pues, donde la filosofía encuentra feliz o infelizmente su lugar.
Es tiempo de considerar la importancia de lo que sucede en las márgenes. Si la medimos en cantidad, son más los momentos de nuestra vida en los que estamos en las afueras que en medio del foco. La importancia del entreacto, por otra parte, ha sido continuamente olvidada. La filosofía no es otra cosa que el entreacto anunciado por un actor secundario, sin el cual la obra no tiene ningún sentido. Ella es el silencio que permite que la trama cuaje.
Así entendida, la filosofía tiene una importancia capital: su labor no es elaborar constructos teóricos sobre cómo está estructurado el mundo, tampoco está destinada a ser la protagonista de la historia. La filosofía se trata de encarar mi propia historia y preguntarme si no estoy tirando todo por la borda. Pareciera que la vida, en su vibración más pura, sucede sobre todo en el escenario. Pero sin intermedio no me entero de quién soy ni de qué hago ni de dónde estoy. Actores y espectadores necesitan del intermedio. Es su suero, su alimento. La filosofía es este necesario entreacto que me permite tomar distancia, poner entre paréntesis todo lo que doy por sentado y considerar si estoy viviendo de cara a la verdad, si hago o no sentido con la trama que entre todos estamos tejiendo.
La filosofía, por ello, se traiciona a sí misma cuando se transforma en la exquisitez de unos cuantos que viven enclaustrados en el aula. No puede serlo. Sí, la filosofía es justamente poner entre paréntesis la actitud natural de quien se deja vivir, pero ello no implica por ningún motivo abandonar la vida, sino precisamente lo contrario: tomársela suficientemente en serio. La filosofía es, por ello, un entreacto: el tiempo del diálogo y del intercambio y la confrontación. Es reflexión, juicio y examen. Como nos lo ha recordado Mounier en sus cartas, no es posible solamente escribir libros. Es necesario que la vida nos arranque de la estafa que puede llegar a ser el pensamiento. Pero también es necesario que el pensamiento nos arranque de la estafa que puede llegar a ser la vida dejada al vaivén y al ritmo de nuestra entraña.