La interioridad agustiniana. Un destino bueno que nos transforma.

Por Fidencio Aguilar Víquez.

Señor, a cuyos ojos está siempre desnudo

el abismo de la conciencia humana,

¿qué podría haber oculto en mí,

aunque yo no te lo quisiera confesar?

Agustín, Confesiones X, 2, 2.

 

La interioridad agustiniana. Un destino bueno que nos transforma.

 

San Agustín (354-430) es un autor que sigue indicándonos cómo llegar a ser humanos y alcanzar nuestra vocación trascendente. Sigue cautivando a los corazones inquietos de los hombres y mujeres del siglo XXI. Su testimonio, sus búsquedas, sus derroteros, su conversión y su adherirse a su fundamento último y trascendente (Dios mismo encarnado en Jesucristo) continúa incendiando corazones y conciencias que han decidido tomar en sus manos su ser mismo para engancharlo al destino bueno al que estamos llamados.

Tal meta y sentido de nuestra existencia no sólo reconoce la trascendencia de esa realidad última que “ni el ojo vio ni el oído oyó” (1 Cor 2, 9) preparado para quienes aman a Dios, sino también nuestra condición humana en el tiempo que nos ha tocado vivir.

La interioridad planteada por el santo de Hipona parte del conocimiento sensible, pasa por el conocimiento racional y culmina con el conocimiento espiritual revelado en la persona de Cristo, en su Iglesia visible y presente en el tiempo. Hay un primer momento en que el mundo exterior, el mundo de las cosas visibles, nos resulta insuficiente. Las cosas mismas le dicen al santo: “búscale sobre nosotros” (Confesiones X, 6, 9). Lo exterior, las cosas mismas existentes que forman parte de nuestra vida no dan respuesta, por más que ahí la busquemos.

Es necesario no quedarnos fuera, sino dirigirnos hacia dentro de nosotros mismos. “El hombre interior es quien conoce estas cosas por ministerio del exterior; yo interior conozco estas cosas; yo, Yo-Alma, por medio del sentido de mi cuerpo.” (Ídem). No sólo es en el libro de las Confesiones donde se muestra esa búsqueda. En los Soliloquios también se muestra ese corazón inquieto, esa alma que busca la verdad de sí misma y la verdad de su fundamento último: “Conózcame yo, conózcate” (Soliloquios 2, 1, 1). En la Verdadera religión, el Hiponense escribe: “No quieras derramarte fuera; entra dentro de ti mismo, porque en el hombre interior reside la verdad” (Verdadera religión 39, 72).

Así, pues, partiendo del conocimiento del mundo sensible, Agustín señala el mundo de la interioridad como un espacio donde brilla una luz especial, la de la verdad. Hay ahí una iluminación especial. “Recibe la razón el apoyo de un cierto «sentido interior», que de algún modo interior se sirve de los cinco sentidos del cuerpo.” (Oldfield 1998: 201). El primer momento, entonces, va del mundo de las cosas visibles al mundo del conocimiento interno de la verdad. Esto implica una búsqueda dentro de sí mismo, sobre la base de lo natural que se encamina hacia lo específicamente humano: el interior de la conciencia.

Nos encontramos aquí sobre la base de lo natural. El punto de partida es todo aquello que compartimos con los demás seres vivientes. El nuevo ámbito que se abre con la interioridad es el de la razón, el mundo de la racionalidad. Hasta aquí nos encontramos todavía en lo natural – intelectual del ser humano. Lo sobrenatural sólo es posible cuando se da la apertura a la acción trascendente del espíritu divino. Pero hay un paso previo, el darse cuenta de la insuficiencia de lo natural – humano: “si hallares que tu naturaleza es mudable, trasciéndete a ti mismo (Verdadera religión, Ib.). Así, pues, sintetizando esta primera consideración, hay un camino que va de la base natural, pasa por la espiritual humana y se abre hacia lo sobrenatural.

Hasta aquí, Agustín es consciente de los diferentes ámbitos de la realidad (el sensible, el humano y el sobrenatural) y de la utilidad de la filosofía para llevar a cabo esa búsqueda de sí mismo del humano. La meta es llegar a realizarse como persona, comportarse como persona humana, consciente, libre, racional. Más todavía, abrirse al espíritu divino. Porque así como lo natural, aun siguiendo sus propias leyes en el ámbito de su propio orden, se encuentra abierto a la intervención del espíritu humano (de donde brota lo cultural), así lo humano se encuentra abierto a la intervención del espíritu divino para que brote el mundo de la gracia. Aquí nos encontramos ya en el ámbito de la fe religiosa, en el ámbito teológico.

Sigue siendo en el ámbito de la interioridad donde se da la intervención de Dios no sólo en la vida personal de los humanos, sino en la historia universal, que es la historia misma de la salvación. Lo que define al corazón humano es la referencia de su amor: “Dos amores han dado origen a dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí, la celestial.” (Ciudad de Dios XIV, 28). Estamos ante la filosofía y teología de la historia. De antemano, la ciudad de Dios vencerá y prevalecerá sobre la ciudad del mundo, también denominada ciudad del diablo, porque es éste su fundador. La historia es la batalla entre una ciudad y otra, entre el mal y el bien por el corazón humano. Aquí también hay interioridad.

Hablemos, finalmente, del ascenso del alma hacia Dios. En la Cantidad del alma, Agustín habla de siete grados de ese camino de interioridad. El primer grado muestra al alma como principio vital. Es el principio viviente y unificante del cuerpo; esto es común a humanos, animales y plantas. El segundo grado muestra al alma que gusta y apetece todo aquello que satisface al cuerpo. El alma recuerda y asimila los datos sensibles en la memoria; las bestias y el hombre comparten esta capacidad. En el tercer grado el alma es capaz de experiencia, ya no por repetición sino por observación y retención. En este grado brota la cultura y toda hechura humana, conocimiento, arte y ciencia. Esto es común a todos los humanos. En el cuarto grado el alma es capaz de distinguir entre el bien y el mal, busca también la compañía de sus semejantes pero tiene miedo a la muerte. En el quinto grado el alma conquista la pureza luego de haber luchado arduamente; ya no se angustia y confía plenamente en Dios. En el sexto grado, el alma se muestra como espíritu firme que no puede desviarse ni errar en el camino de la verdad; desea fervientemente las verdades eternas. Finalmente, en el séptimo grado el alma alcanza la visión y la contemplación de la verdad. Se trata ya no propiamente de un grado sino de una mansio. El alma desea incluso la muerte para unirse a la verdad. (Cf. La cantidad del alma, 33, 70-75). A partir del quinto grado se puede apreciar la acción del espíritu divino. En los previos se muestra el espíritu humano en su dimensión natural-cultural.

He enunciado al inicio el tema del destino. La apertura a la dimensión trascendente, a la acción del espíritu divino, permite al humano alcanzar su filiación divina y su pertenencia a la ciudad de Dios. Ello es también una gracia. “El hombre busca la felicidad, busca la satisfacción de todos sus deseos, anhelos y aspiraciones; por ellos actúa, construye, propone. Dicha búsqueda se dirige hacia el futuro y espera de éste la felicidad. Sin embargo, el conocimiento del futuro no es claro y el hecho de que no sea claro no significa que las cosas humanas sean fortuitas o necesarias.” (Aguilar 1999: 158).

No deja de ser un misterio ese encuentro de voluntades, la de Dios y la del ser humano; pero san Agustín plantea la apertura a la acción del espíritu de Dios en la existencia humana. Con ello, lo natural del humano se transforma en la gratuidad más grande del espíritu divino: la gracia. De este modo, el espíritu de Dios le da al espíritu humano su verdadera dimensión y le descubre su altura y profundidad, lo realiza en el misterio de ese destino final bueno.

En suma, Agustín nos sigue invitando al conocimiento de nuestro ser: ¡Conócete, pues, hombre! Ni el cielo ha sido hecho a imagen de Dios como tú, ni la luna ni el sol ni nada de lo que se ve en la creación. Estás lleno de nobleza y dignidad y tu ser revestido de grandeza. ¡Conócete a ti mismo y la altura de tu vocación! No desprecies lo admirable que hay en ti. Repara en lo que eres. Considera tu dignidad real. En suma, nada de lo que existe es capaz de contener tu grandeza.

 


Referencias bibliográficas

Agustín, Obras completas II, Las confesiones, BAC, Madrid 2002.

Agustín, Obras completas XVII, La ciudad de Dios (2º), BAC, Madrid, 1988.

  1. Aguilar Víquez (1999), El hombre y su destino, UPAEP/EDAMEX, México.
  2. Oldfield (1998), La interioridad: Talante y actitud de san Agustín en J. Oroz Reta / J. A. Galindo Rodrigo, El pensamiento de san Agustín par el hombre de hoy, I La filosofía agustiniana, Edicep, Valencia 1998.